La cultura machista influye en la forma en que son asesinadas las menores de edad. De acuerdo con datos del Inegi, 33% de las víctimas mueren por disparos y 20% son ahorcadas o asfixiadas, inclusive dentro de sus hogares
QUINTA Y ÚLTIMA ENTREGA DE UNA SERIE DEDICADA AL FEMINICIDIO DE NIÑAS Y ADOLESCENTES
Hace apenas siete días, San Juana Romo Navarro, una niña de 9 años de edad, salió de su casa para ir a la tienda pero no volvió. La tarde del pasado viernes 20 de julio fue privada de su libertad, abusada sexualmente y asesinada en el municipio de Guadalupe, Zacatecas.
Olivia Navarro, madre de San Juana, acudió a las autoridades, las cuales activaron la Alerta Amber y los operativos de búsqueda. Sin embargo, el cuerpo de la niña fue encontrado en un terreno baldío. La Fiscalía estatal informó que investiga este caso como feminicidio, pues San Juana fue agredida sexualmente y murió por asfixia.
Como ella, cientos de víctimas menores de feminicidio son ahorcadas o acuchilladas. Muchas de ellas son atacadas en sus propias casas, y también en muchos casos el agresor es un conocido de la víctima. La cultura machista influye en la forma en que son asesinadas las niñas y adolescentes en México.
En esta semana dimos a conocer que entre enero de 2015 y junio pasado se perpetraron 202 feminicidios y 696 homicidios dolosos de niñas y adolescentes —varios de los cuales bien podrían ser catalogados también como feminicidios—, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). Dicha estadística no proporciona información detallada acerca del modus operandi de los asesinatos.
Una fuente alternativa que revela la saña con la que se cometen estos crímenes son los certificados de defunción que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) recopila año con año. Al no tratarse de una estadística delictiva, sino de registros administrativos, la información no distingue entre homicidios dolosos o feminicidios, sino que todos los casos los agrupa en una sola categoría: defunciones por homicidio.
Aun así, los resultados son indicativos de la forma en que se les arrebata la vida a las niñas en comparación con los niños.
De acuerdo con los datos más recientes del Inegi (2013 a 2016), 20% de las niñas y adolescentes asesinadas fueron ahorcadas o asfixiadas mientras que solo el 8% de los hombres menores de edad sufrió la misma muerte. En el caso de estos últimos, la mayoría murió por un arma de fuego.
El lugar donde los menores fueron asesinados también revela un fenómeno que enchina la piel: mientras que los hombres son ultimados en la vía pública, 33% de las niñas y adolescentes murió donde más tendrían que sentirse seguras: en su hogar.
¿Por qué están matando a las niñas y adolescentes?
Geru Aparicio Aviña, maestra victimóloga por el Instituto Nacional de Ciencias Penales y directora de la consultoría de derechos humanos Resarcire, explica que la violencia contra niñas o adolescentes (al igual que contra las mujeres en general) sucede porque en México hay una cultura patriarcal, donde la construcción de masculinidad tradicional hace creer que el hombre deber ser la autoridad y que las mujeres deben ser sometidas a una dinámica de subordinación.
Esto conlleva, refiere la también psicóloga, a que las mujeres no sean reconocidas como seres con derechos e incluso los hombres “llegan a sentirse con la permisividad de despojarles la vida en el atroz feminicidio”.
La experta detalla que existen feminicidios donde se exacerba la crueldad “porque los agresores instrumentalizan los cuerpos de las mujeres como una forma de mandar mensaje a través de ellas, al Estado, a sus oponentes o simplemente al género de las mujeres, como un castigo a su autonomía corporal, por desafiar un estatus quo y transgredir una creencia donde ellas pertenecen a un hombre, a su familia, a un espacio doméstico”.
“En el caso de las niñas y los adolescentes es lo mismo, más el componente del castigo. Esto lo retoma mucho la antropóloga Rita Segato, quien habla de las historias atroces donde la chica va a la papelería, a la tienda o a la escuela, toma transporte público y llega un hombre y la somete. Entonces es una manera de castigar a todo el género por disponer de espacio público y por ejercer autonomía», agrega Geru Aparicio.
Aparicio Aviña asegura que no existe un perfil específico de un feminicida, sino que puede ser cualquier hombre en un sistema de creencias promedio.
“El depredador no es depredador hasta que no se le presenta la oportunidad ¿Por qué se hace? Porque se puede, porque hay impunidad y nadie va a decir nada, porque hay una cultura que tiende a culpar a la niña, y alguien va a decir que no hay pruebas y nadie va a acreditar que fue él», dice Geru Aparicio.
La violencia que crece
El psicólogo José Gabriel Licea Muñoz trabaja reeducando hombres que ejercen violencia y desean ya no hacerlo. Él nos explica que un feminicidio no ocurre de la noche a la mañana, sino que generalmente le antecede una relación violenta del agresor hacia la víctima que va creciendo como una bola de nieve hasta llegar al extremo de quitarle la vida.
Las relaciones de violencia, dice el experto, son producto de una cultura patriarcal que promueve el dominio sobre los demás y particularmente la idea de que el hombre tiene el derecho a decidir sobre la vida de la mujer. Si a esto se agrega la misoginia de algunos hombres, se convierte en el caldo de cultivo perfecto para que la violencia se exprese en sus peores formas.
En este contexto cultural de control sobre otros, las condiciones para que se cometa un delito en contra de niñas y adolescentes son aún mayores. En palabras de José Gabriel, “cuando hay más elementos de poder sobre las personas, en este caso la condición de edad, de menos recursos económicos o de cualquier otra índole, pues entonces es más fácil cometer una acción violenta”.
Tratamientos para evitar la violencia
José Gabriel Licea es fundador del Colectivo Equidad, Bienestar y Salud, una asociación civil poblana que ayuda a los hombres a tratar con su violencia a través de un modelo de reeducación basado en tres perspectivas: de género, ecológica (entender que lo que hacemos afecta a otras personas, y viceversa) y espiritual. Aunque la asociación es reciente, José Gabriel ha empleado el modelo desde hace diez años.
El modelo consta de dos etapas: la primera busca que el paciente haga conciencia sobre su violencia y la segunda le ayuda a encontrar alternativas no violentas para hacer frente a las situaciones de tensión de la vida cotidiana. Cada curso dura un promedio de 26 sesiones, aunque no todos lo terminan. “En realidad es muy fácil dejar de asistir porque cambiar requiere de un importante esfuerzo”, asegura Licea.
A la fundación llegan hombres que han ejercido violencia física, sexual y principalmente psicológica en contra de su pareja e hijos. “Llegan por voluntad propia, pero no en forma preventiva, generalmente es porque ya han hecho bastante daño y está en riesgo su relación”, cuenta el especialista.
Él lamenta que en el país existen pocos programas que trabajen con los agresores: “Existe una falta de compromiso de los hombres para que podamos modificar nuestras identidades de modo que puedan resultar más equitativas, justas, igualitarias y al final no violentas”.
César Aguilar, integrante de la asociación Movimiento de Hombres por Relaciones Equitativas y Sin Violencia (Mhoresvi), cuenta que al año llegan más de mil hombres a esta organización, sin embargo, solo 15 terminan todos los niveles.
Durante cada fase, dice Aguilar, se les brindan herramientas para identificar las señales de violencia. “Llega un momento, cuando ya identificaste tus señales y sabes que es el momento de retirarte del espacio físico, pues en ese momento no somos capaces de resolver el conflicto. El retiro no soluciona la violencia, pero sí la evita”.
Al preguntarle a César si es posible que un hombre deje de ser violento, él responde: “los expertos nos dicen que hay personalidades que ya no pueden cambiar, pero en un porcentaje muy alto sí es posible”.