En la ciudad fronteriza han asesinado a más de 2.300 mujeres en tres décadas y cientos están desaparecidas. La entrada de nuevas fuerzas del crimen organizado y la transición de las Administraciones tras las elecciones de junio recrudecen ahora un escenario en el que campa la violencia y la impunidad.
¿Cuál fue el nombre de la primera chica hallada? ¿Sería ella la primera? Estaba tirada en un arroyo de aguas negras con las manos en la espalda, agarradas con alambre de paca. Seis días después los periódicos de 1991 recogieron la muerte de la siguiente, quemada ya por el sol del desierto. Las dos habían sido violadas. Pasaban los años y eran tantas: jóvenes, pobres, migrantes. Había un asesino en serie suelto en Ciudad Juárez y mataba niñas, hablaban la policía y los barrios. Detuvieron a un hombre, egipcio, y los crímenes siguieron. A dos conductores de autobús, mexicanos, y los crímenes siguieron. Han pasado 30 años y 2.376 mujeres han sido asesinadas, 282 están desaparecidas. Juárez se ha quedado marcada por las cruces cavadas y las cruces pintadas, por sus paredes y postes y árboles llenos de fotos de chicas sonrientes en búsqueda. En una ciudad de 1,5 millones de habitantes, en los primeros días de enero mataron a 11 mujeres: calcinadas, descuartizadas, de un disparo en el rostro. Es el horror frente a la lucha de las familias y de las organizaciones feministas que acusan al Estado de ser incapaz de lograr justicia.
La carretera es larga y árida. Desde la ruta se ve el muro; al otro lado queda El Paso, Estados Unidos, a este, casas abandonadas, pastizaje seco, camiones cargados hacia las maquilas. A las chicas las encontraron en mitad del asfalto, al pasar un tope ahí estaban: las piernas, los brazos, el torso, las cabezas. Los vecinos de San Agustín no quieren hablar, dicen que no vieron, que no saben. A Tania Montes y Nohemí Medina se las llevaron este 15 de enero por la tarde a una casa en un poblado en el Valle de Juárez. La Fiscalía define lo que pasó al interior de esa vivienda como “un asesinato con saña”. Porque a las chicas las decapitaron, las desmembraron y después las tiraron en el camino Juárez-Porvenir. Eran pareja, cuidaban de tres hijos. Medina se hacía llamar chaparrita y Montes era Yulizsa en las redes sociales, donde quedan las decenas de canciones de amor que se enviaron y ahora los mensajes de condolencia. Sus presuntos asesinos —un hombre y una mujer de 24 y 25 años— están detenidos. El Gobierno lo considera un crimen resuelto.
“La violencia está alcanzando nuevas cotas de expresión. Es un mensaje para las mujeres, para la comunidad LGTB, para toda la población. Es el terror como herramienta de control del territorio”, dice Salvador Salazar, investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. En la población fronteriza se está viviendo en los últimos meses una escalada de violencia tras la reorganización de los poderes gubernamentales después de las elecciones del 6 de junio y la entrada de nuevas fuerzas del crimen organizado, como el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), a disputarse la plaza. En respuesta, a la ciudad han llegado de nuevo los retenes y los camiones de la Guardia Nacional.
La frontera todavía guarda malos recuerdos de la última vez que se llenó de militares y policías. En el 2008 se implementó el conocido como Operativo Conjunto Chihuahua en el marco de la guerra contra las drogas del presidente Felipe Calderón (2006-2012). Ese año empezaron a dispararse los asesinatos en Juárez, también los de las mujeres. El pico se alcanzó en 2010 con 305 muertas. “Los casos de feminicidios fueron disfrazados como asesinatos entre bandas del crimen organizado”, recoge en un documento la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que añade que “la militarización se convirtió en una forma encubierta de facilitar la desaparición, la trata y el feminicidio”.
Las organizaciones temen que la historia se repita ahora ante un Estado congelado. “En una ciudad desolada, en la que faltan servicios de cuidado infantil, programas para el desarrollo, una nueva arquitectura de parques y museos, todo lo que están llegando son tanques. Esa es su propuesta: más armas. Somos el segundo Estado con más asesinatos de mujeres por arma de fuego”, dice Catalina Castillo, socióloga de la Red por la Infancia de Ciudad Juárez.
Viajaban en una camioneta cuando discutieron. Erick R.H., apodado El Gordo, integrante de la pandilla Artistas Asesinos, frenó a la altura de la colonia de El Papalote, al suroriente de la ciudad. Bajó a Martha Karina y le descargó dos tiros. Volvió a la parte de atrás del vehículo y agarró el brazo de Tania Judith, ella se cayó, él le disparó, trató de volver a hacerlo, se le encasquilló el arma. No le hizo nada al otro hombre que viajaba en el coche y que ahora se ha convertido en testigo protegido de la Fiscalía. A las dos las dejó metidas en bolsas de plástico. Cuando las encontraron, en la madrugada del 18 de enero, los paramédicos oyeron el lamento de Tania, que seguía viva. Falleció en el hospital a causa de las heridas. La madre de Martha había ido esa mañana a casa del agresor a preguntar por ella. Tenía 21 años. ¿Dónde estaba su hija?
“Esta violencia extrema es rebobinar a lo que ya vivimos en otros momentos”, analiza María Elena Ramos, del Movimiento de Mujeres por Ciudad Juárez, “la ciudad está armada hasta los dientes y todos están respondiendo con fuego. En medio de ese fuego cruzado quedamos la ciudadanía, las mujeres”.
Ciudad Juárez se convirtió hace años en la referencia mundial de feminicidio. Se llegó a hablar de la juarificación de México, de Latinoamérica, cuando se repetían lejos de estas montañas los patrones de desaparición, de tortura, de asesinato. Algunas preguntas se volvieron una obsesión. ¿Por qué Juárez? ¿Por qué mataban aquí y así a las chicas? ¿Por qué no encontraban a los culpables? ¿Por qué continuaban los crímenes? Los últimos asesinatos devuelven a la falta de respuestas.
México: condenado por desaparecer y asesinar mujeres
Fue un campo algodonero pero ahora ya es solo un baldío. La tierra cruje hasta el montículo. Es discreto, apenas se ve de lejos, donde están las tres cruces de madera. En una de ellas cuelga una mochila blanca y rosa que está empolvada. Las clavaron en los lugares donde aparecieron el 6 de noviembre de 2001 los cuerpos de Claudia Ivette González (20 años), Esmeralda Herrera Monreal (14 años) y Laura Berenice Ramos (17 años). Al día siguiente encontraron a cinco chicas más (Ángeles Acosta, María Rocina, Elizabeth Rodríguez, Juliana Reyes), una nunca fue identificada. Todas violadas, con “evidentes signos de tortura”.
Esos asesinatos atroces pusieron en la mira a Juárez. A la ciudad empezaron a llegar a principios de los noventa miles de familias de otros lugares de México atraídos por las posibilidades de trabajo y de cruzar al sueño americano. La principal mano de obra de esas empresas transfronterizas, las maquiladoras, eran mujeres, muchas migrantes y sin redes familiares, pobres, que tenían que tomar varios camiones y andar largos trechos por caminos abandonados hasta sus puestos de trabajo. “Es un sistema que se sostiene con la reproducción de mujeres desechables”, escribe la investigadora Julia Mónarrez, en su ensayo Trama de una injusticia: feminicidio sexual sistémico en Ciudad Juárez. Mujeres desechables, de fácil reemplazo, nadie iba a dar la voz de alarma si faltaban. Ellas fueron las primeras muertas.
Las madres de Claudia Ivette, Esmeralda y Laura acusaron a las autoridades de no tomarles la denuncia de desaparición, de no haberlas buscado con vida, de entregarles los restos de sus hijas en una caja cerrada sin análisis de ADN. Ante las irregularidades, presentaron una denuncia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), quien en 2009, en una sentencia histórica, condenó al Estado mexicano como responsable en la desaparición y muerte de las jóvenes. La Corte daba la razón a las mujeres y culpaba a México de incumplir su deber de prever e investigar debidamente el asesinato. El dictamen obligó a construir un memorial, reiniciar las investigaciones, mejorar los procedimientos de búsqueda de mujeres y hacer cambios “con vocación transformadora” en la ciudad.
“México fue avergonzado internacionalmente”, dice Mónarrez, que fue perito del caso, “pero no actúa”. No cambió nada tras la sentencia. Todavía hoy el Gobierno no tiene ninguna línea de investigación que permita saber quién cometió los crímenes de Campo Algodonero. El memorial, colocado entre dos grandes avenidas, es imperceptible desde fuera. La zona experimentó una explosión inmobiliaria tras la construcción del consulado de Estados Unidos y ahora desde las ventanas de los hoteles de paso se ven las cruces rosas de las chicas. Nadie llega a leer la placa: “En Ciudad Juárez se registra una violencia sistémica contra las mujeres”. Cuando el memorial fue inaugurado en agosto de 2012 por el gobernador, hacía más de 1.000 días que Susana Montes buscaba a su hija. Ahí pegó su foto y ahí todavía queda, decidida a que no la borren los años.
La red feminicida del Hotel Verde
El edificio del Hotel Verde es amarillo. La pintura está descolorida y desconchada en algunos trozos, las ventanas y las puertas están tapiadas, hay un gato peludo muerto al girar una de sus esquinas. Fue clausurado por orden de la Fiscalía después de haber sido identificado como el punto central de una red de trata de mujeres, que operó entre 2008 y 2011 en Juárez. En los peores años de la guerra contra el narco, decenas de chicas fueron secuestradas en el centro de la ciudad y obligadas a vender droga y prostituirse, las mataban cuando ya no servían. Juárez era entonces la ciudad de México donde más mujeres eran asesinadas, también era la más violenta del mundo. Las paredes del hotel están ahora cubiertas de cruces rosas, algún poema y, sobre todo, de las caras de las desaparecidas. ¿Has visto a Bianca Olegaria? ¿A Grisel Paola? ¿A María Guadalupe?
Hasta ahí, hasta el centro controlado por el cartel de La Línea y sus facciones, llegó Susana Montes a poner las pesquisas de su hija, María Guadalupe Pérez. Susi es una mujer bajita, con un par de cadenas de plata, que viste un chándal y sonríe a veces, pero llora más. Recuerda que el día que desapareció Lupita —el 31 de enero de 2009— había ido al centro a comprarse unos tenis. Ella le había dado permiso porque, dice orgullosa, la niña sacaba todo dieces en la escuela. Tenía 17 años, quería estudiar criminología, le encantaba el rock, era bien vergonzosa. “Pensaba a veces ‘dios mío de mi vida cómo se va a sentir mi hija, que yo la estoy poniendo en la televisión, que estoy poniendo su foto en todas partes’, pero nada más me interesaba que me mirara ella, que ella supiera que yo la andaba buscando”, cuenta una mañana fría a finales de enero.
Susi, que buscó durante tres años cualquier pista que la acercara a Lupita, unió su lucha a la de otras madres. Juntas caminaron kilómetros, cubrieron Juárez de volantes, entraron en colonias violentísimas, subieron cerros y pensaron: “No, mi hija no puede estar aquí”. Eran las familias, asegura, las que llevaban a la Fiscalía toda la información que recababan, ellos nunca les dieron nada, nunca hicieron por encontrarlas. “Ponías una pesquisa y la gente se acercaba y te decía: “Sabe qué, señora, dicen que en el centro, señora, en una casa, señora, las traen vendiendo”. Y yo me iba luego luego a la Fiscalía a decírselo. Y mientras yo esperaba llegaba otra señora: ‘Es que mi hija desapareció’. Y siempre era lo mismo: no tenemos agentes, señora, ahí no podemos entrar, señora”.
A Idaly Juache Laguna la vieron durante dos años esclavizada en los bares, en los hoteles, del centro de Juárez. “Le decían a mi hijo: ‘¿Sabes que a tu hermana la llevaron unos hombres a este bar el fin de semana? Cuando traen así a las muchachas no dejan que nadie se les arrime’. Nosotros íbamos y la buscábamos, pero ya no estaba, ya se la habían llevado”, recuerda Norma Laguna, su madre. “En ese tiempo los agentes nos decían que estaban en resguardo por la violencia, que no podían salir a buscarla. Si no pueden o tienen miedo a hacer su trabajo, entonces, pues dennos a nosotros las herramientas, porque nosotros ya no conocemos el miedo”.
Era delantera en un equipo de fútbol, tenía 19 años y se iba a casar en un par de meses, pero a Idaly se la llevaron el 23 de febrero de 2010, cuando fue a recoger unas fotografías que se había hecho en una agencia. Esa empresa formaba parte de la trama, vinculada al crimen organizado, que captaba a las chicas con la promesa de ofertas de empleo, en las que les pedían los datos personales y familiares para después amenazarlas. No se sabe con certeza el número de las que fueron secuestradas ni asesinadas en esos años.
El 16 de abril de 2012, la Fiscalía anunció que había encontrado huesos en un lugar llamado Arroyo El Navajo, en el Valle de Juárez. Había restos de por lo menos 27 chicas. “Lo de mi hija era un pedazo de cráneo de 10 centímetros y eso es toda mi hija. Nuestras hijas salieron enteras, completas y nos quieren entregar un pedazo nomás”, dice y llora Norma Laguna. “El corazón de madre es muy difícil, yo tuve una hija con mucho amor, completita, con carnita, y la fui protegiendo como yo pude, y en un momento te dicen ‘sabe qué encontraron restos, y eso es lo que le voy a entregar”, dice y llora Susana Montes.
Los relatos se quiebran. El nieto de tres años de Norma Laguna interrumpe la entrevista para abrazar a su abuela. “No nomás mataron a nuestras hijas, mataron nuestro deseo de vivir. Seguimos adelante por nuestras familias, yo todavía tengo hijas más chicas, pero a veces ya no quiero. Estamos cansadas”, dice esta mujer con gafas, seria, que habla claro y con pausas, que ha perdido el gusto por comer, que los que se llevaron a Idaly le robaron hasta cómo le sabía el mole.
Las dos recuerdan el horror con un objetivo: que no lo tengan que vivir otras madres, que cesen las desapariciones y los asesinatos de chicas, que recordar a Idaly y Lupita —que sí vivieron, que sí existieron—, sirva para que las autoridades hagan su trabajo. En los conocidos como Juicios del Siglo, en 2015, ocho hombres fueron condenados a cientos de años por el delito de trata y homicidio agravado de 11 de las chicas del Hotel Verde. El resto de ellas todavía no ha encontrado justicia. Las investigaciones demostraron que había muchos más implicados en la trama, evidenciaron que militares, policías municipales y federales acudían a los lugares donde las jóvenes eran prostituidas, que permitían salir por sus retenes a los sicarios que se llevaban a las mujeres. “Nos toca seguir luchando para recordar a la autoridad que nuestras hijas no están porque hubo una mala investigación. Y no queremos que siga pasando”.
La resistencia frente a los muertos
Sus amigos no la olvidan, así que han escrito su nombre en cada esquina del centro de Juárez, han pintado su rostro en colores, han dibujado cruces negras, han asegurado: Isa vive. A Isabel Cabanillas, artista y activista feminista de 26 años, la mataron el 18 de enero de 2020. Volvía en bicicleta de madrugada a su casa cuando un coche la persiguió y la tiró al suelo. Había cámaras, pero ahí le dispararon. Todavía no hay culpables. El crimen ocurrió a dos cuadras de una de las nuevas estaciones de policía que había puesto el Gobierno municipal para evitar la violencia, ocurrió aunque estaba dentro del llamado Corredor Seguro de Mujeres.
Ese circuito fue una de las iniciativas estrella del Instituto Municipal de Mujeres (IMM) de Juárez. Se instalaron en el centro de la ciudad 12 botones de pánico, alumbrado, estaciones de policía y de carga y wifi, también algunos baños públicos, para tratar de reducir la inseguridad. “No es un chaleco antibalas”, dice Verónica Corchado, directora del IMM, en una entrevista con EL PAÍS un día antes de tener que renunciar al cargo, “pero trata de que si tú estás en una situación de riesgo, tengas al menos alguna herramienta a la mano para pedir auxilio”. Al llegar al puesto en 2016, Corchado, una reputada feminista, logró 10 millones de pesos (unos 200.000 dólares) de presupuesto anual: “Una ley, un instituto, sin dinero no sirve para nada”. En estos años, ha creado un sistema de atención municipal para las mujeres que sufren violencia y ha tratado de apostar por la prevención. Pasos pequeños, todavía endebles, para arañar algún espacio seguro al monstruo de mil cabezas de la violencia en Juárez.
Para los locales andar por la ciudad es caminar sobre sus muertos. En ese callejón aparecieron tres cadáveres, en esa gasolinera acuchillaron en la mañana al señor que la cuidaba, en esa calzada dispararon a Isabel. Ante la inseguridad, muchos dueños han abandonado el centro y sus casitas bajas de adobe; la población migrante hacinada, la venta de droga en las plazas, la prostitución forzada, los picaderos han propiciado la huida. Lugares como la panadería Rezizte del artista y amigo de Cabanillas Yorch Otte o el llamado edificio de los sueños —un proyecto de un grupo de jóvenes que rehabilita un inmueble abandonado para convertirlo en un espacio cultural— insisten en crear oasis en un horizonte desolado.
La desigualdad de Juárez frente a El Paso, una de las localidades más seguras de Estados Unidos, se acrecienta también dentro de la ciudad. Están las colonias desechas de la periferia, sin infraestructura ni transporte ni iluminación, frente a las zonas de fraccionamientos blindados. Pero ni las cámaras ni las rejas impiden la violencia. A Jessica Ivette Ochoa, de 40 años, la asesinaron el pasado junio en el interior de su vivienda en un barrio de clase alta después de cenar unas pizzas. “Yo había escuchado de las muertas de Juárez, pero lo veía muy lejos, nunca nos imaginamos que nos iba a pasar a nosotros algo así”, cuenta su hermana Luisa Ochoa desde Arizona (EE UU), donde vive. Su hermana fue estrangulada y golpeada, la encontraron desnuda. Detuvieron al presunto culpable, pero la familia debe lidiar ahora con un laberinto judicial en el que a los jueces y los ministerios públicos se les acumulan miles de carpetas de investigación sobre la mesa. Las muertas y sus familias son solo una más. Ochoa ha creado en homenaje a su hermana una beca económica para niñas de Juárez que hayan perdido a su madre. Son las víctimas ayudando a otras víctimas.
En Ciudad Juárez, la prevención, atención y acompañamiento de mujeres nunca ha estado en manos de instancias públicas, sino de prestigiosas organizaciones como Casa Amiga y Red Mesa de Mujeres. Ellas empezaron a contar en una libreta los feminicidios desde 1993, consiguieron con su lucha crear en 1998 la Fiscalía Especializada para Delitos de Género del Estado de Chihuahua, que en el 2007 que se tipificara el delito de feminicidio y en el 2012 se abriera el primer Centros de Justicia para la Mujer de México. “Lo que hace a Ciudad Juárez diferente es que las organizaciones feministas pusieron siempre la violencia contra las mujeres en el centro. Lo convirtieron en un problema político”, explica la investigadora de El Colegio Frontera Norte Julia Monárrez.
La batalla de todas está ahora en la impunidad de los crímenes. “Juárez tiene una deuda histórica con sus mujeres”, sentencia Lidia Cordero, directora de Casa Amiga. Hace 30 años que ellas persiguen la verdad y la justicia en la ciudad fronteriza. Mónarrez ha dedicado su carrera a estudiar los feminicidios en Juárez y está segura de que no hay voluntad política para frenarlos: “Mientras no se sepa quiénes iniciaron esta matanza de mujeres, por qué, cuáles fueron los motivos, quiénes participaron y se haga justicia, mientras, los asesinatos van a continuar”.
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