El miedo en la guantera y la cámara en alto, por Elena Reina
Aunque la violencia contra la prensa no entiende de género, Aimee Melo, de 27 años, sabe muy bien que meterse a ciertas horas a cubrir un homicidio en Tijuana es mucho más peligroso —si cabe— para ella que para sus compañeros. Melo, fotógrafa del medio Punto Norte, desde Tijuana, no ha tenido más remedio que tomar el relevo que dejó su compañero Margarito Martínez, asesinado de un balazo a las puertas de su casa el pasado 17 de enero. Se guarda el miedo en la guantera y dispara: “Se podrán negar muchas cosas, pero contra la foto no se puede hacer nada”.
En el peor momento para ser periodista en México, el país más letal del mundo para el oficio, según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), y solo una semana después de que ejecutaran a Margarito, primero, y a Lourdes Maldonado, después, Melo sabe que lo único que puede hacer por ellos, así como la mayoría de sus compañeros en Tijuana, es seguir trabajando.
Escala las calles de los barrios bravos de una de las ciudades más violentas del país con su cochecito rojo. A cualquier hora y sobre todo de noche, pues la violencia asoma con más voracidad cuando el sol se esconde. Pegada a su celular, recibe avisos de asesinatos, lesionados con arma de fuego y la tarde en la que EL PAÍS la acompañó, el caso de un menor acribillado de un balazo en la cabeza en una cancha de fútbol. Esa tarde y ya de noche, alrededor de las 18.30 horas, Melo subía con su carro a uno de los barrios que pueblan sin ningún orden los cerros. Donde más matan y donde no sube nadie que no sea de allá. Solo ellos: los fotógrafos de nota roja, que desde hace décadas la violencia de los cárteles no les ha dado tregua. Y Melo es la única mujer de cinco compañeros.
“Llegar sola a una escena donde hay a lo mejor 15 soldados hombres es meterte a la boca del lobo”, cuenta Melo después de una jornada interminable. Después de fotografiar el cadáver embolsado de un niño, ha despedido en el velatorio a su compañera Lourdes Maldonado. “Lo he platicado con mis compañeros y aunque ellos estén también en peligro, es muy diferente: por el hecho de ser mujer el riesgo es mayor”, agrega. Además de las medidas de seguridad básica que la mayoría de sus compañeros están implementando estos días de miedo y furia, Melo debe cuidarse también de quienes la ven como un blanco fácil. Una chica sola ante la escena del crimen; una joven atrevida que incomoda tanto a autoridades como a criminales. Con ella no hay compadreo ni chistes, hay trabajo. Y muy pocos lo entienden.
En Tijuana las mujeres periodistas cumplen un papel crucial. Cuando la directora del legendario semanario Zeta, Adela Navarro, se presenta a un acto, representa toda una autoridad local. Una publicación amenazada desde hace más de 30 años, que sigue llamando a las cosas por su nombre y que solo unos días después del asesinato de dos compañeros se atreve a mencionar unas siglas innombrables para muchos medios en México: “Arma [que mató a Margarito] es del Cartel Jalisco Nueva Generación”, el grupo criminal más sanguinario.
Inés García es editora de Punto Norte y jefa de Melo. Estos días siente mucho miedo de mandar a alguien al terreno. “Por suerte, nadie se ha echado para atrás”, comenta. Ella ya había decidido tomar medidas que algunos consideraban excesivas antes del asesinato de sus compañeros: sentarse siempre de frente a la puerta de un restaurante, nunca estacionar su coche frente a su casa si sospechaba que la seguían, cambiar de rutas al volver del trabajo y jamás decirle a nadie, excepto a los cercanos, que era periodista. Ellas, y muchas otras que este reportaje sobre el enorme trabajo de los periodistas de Tijuana no ha alcanzado a mencionar, son un ejemplo para el oficio en el resto del país y cuyo coraje debería ser reconocido por sus lectores. Con su valentía lanzan además un mensaje a los verdugos de sus compañeros: “No se mata a la verdad, matando periodistas”.
El dolor de las madres de Juárez, por Beatriz Guillén
En las calles de Juárez apenas hay mujeres caminando. Son silenciosas, solitarias. Es una ciudad triste de chicas que faltan y madres que buscan. Hace años que Juárez exportó la idea de feminicidio; sus cruces rosas —que están por todas partes— trascendieron las fronteras y los asesinatos de las trabajadoras de las maquilas aparecen hasta en la última temporada de ‘Narcos’. Pero en cierta manera es peor de lo que se imagina: es real.
Nosotras hablamos con Susana Montes y Norma Laguna, les compramos burritos para desayunar —de barbacoa y de chile relleno, son los que les gustan—. Tenían que recordar a sus hijas, que desaparecieron en 2009 y 2010 en el centro de Juárez. Encontraron sus restos en el 2012 en el cauce de un arroyo seco que los carteles habían convertido en un cementerio clandestino lleno de cuerpos de mujeres. “Yo tuve una hija con mucho amor, completita, con carnita…”, decía Susi. Estas madres lloraron durante casi toda la entrevista, pero hace un tiempo, cuando hablaban de esto, llegaban a desmayarse. Llevan años de terapia para solo —dicen— aprender a vivir con el dolor. Pensé mucho en mi madre al oírlas: buscaron a sus hijas con garras, se metieron en barrios controlados por el narco, pararon el tráfico, caminaron kilómetros repartiendo sus fotos, pero no lo lograron. Nunca las ayudó la policía, todo lo hicieron solas. Recuerdan con una precisión impactante qué hicieron ese día, qué les dijeron a sus hijas, qué hora era cuando salieron, cómo iban vestidas.
La historia de Lupita e Idaly —así se llamaban— es una pesadilla, obligadas a prostituirse en una red de trata que funcionó durante los peores años de la guerra contra las drogas. A las chicas secuestradas las golpeaban, las drogaban, no les daban de comer; las mataban después. Sigue en pie el lugar donde eso pasaba, el Hotel Verde, y todavía la zona está controlada por el cartel. En Ciudad Juárez la violencia ocasionada por el crimen organizado se ha normalizado de manera que pocos lugares parecen seguros, tampoco los hogares en los que se han quedado confinadas las mujeres a causa de la pandemia. Preguntamos a investigadores y expertos, a la entonces directora del Instituto de Mujeres de Juárez, si algo así podía estar ocurriendo ahora todavía: en las casas bajas de adobe del centro o en las colonias de la periferia donde apenas se atreven a entrar los agentes. No lo sabían, dijeron. Décadas después Juárez sigue siendo una ciudad asediada por la violencia contra sus mujeres.