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¿Qué hace ese hombre en el vagón de mujeres en la Ciudad de México?

by adminj85jshgn 5 julio, 2017 0 comment

Una escena cotidiana: un día laboral cualquiera, en la mañana, cuando tanta gente se desplaza para llevar a cabo sus labores diarias en la Ciudad de México. En la sección de –insuficientes- tres vagones del metro o del espacio del metrobús destinado exclusivamente a mujeres, niñas, niños y personas con discapacidad, viaja un hombre. Probablemente sea de piel morena, como la mayoría de las usuarias del transporte; puede ir de pie o sentado, poco importa cómo se coló. Tampoco importa si viste una playera con estampado infantil o una camisa planchada y corbata. Está ahí mientras otras usuarias, muchas de ellas portando zapatos de tacón o con bebés en brazos no pueden acceder porque no queda espacio para ellas. Está ahí, también, aunque sobre espacio. No hablo del acosador que mira, dice o toca obscenamente, aun cuando también puede serlo, hablo del hombre que insiste en estar en esa zona. No importan las condiciones o interpelaciones, permanece.

¿Qué impide a muchas de las pasajeras confrontarlo? ¿Por qué tantas guardan silencio ante su presencia en un espacio destinado a las mujeres?, ¿por qué casi nadie hace patente que esa es una zona que con tanto trabajo han obtenido quienes trabajan por acciones afirmativas y que no ha sido una amable concesión del Estado, sino una necesidad para miles de trabajadoras, estudiantes, y mujeres de actividades varias que nos trasladamos a diario y que necesitamos paliar, aunque sea un poco, el tener que sobrevivir entre palabras, miradas, tocamientos y otras violencias que ocurren sobre nuestros cuerpos en esta ciudad en donde el acoso y la agresión sexual parecen ser algo “inevitable” porque ocurren constantemente?

Responderé: Ese hombre ocupa un sitio en el vagón de mujeres porque puede. Porque la violencia siempre es un ejercicio de poder[1]. Su presencia en el vagón de mujeres es una forma de violencia que podría parecer pasiva, pero no lo es, se trata de una violencia netamente activa.

En la cultura en la que habitamos hay múltiples lenguajes no verbales, pero que obedecen a nuestras vivencias cotidianas, por eso, aunque aún es preciso visibilizarlo, sabemos que está ahí como una demostración de poder; porque desea imponer su presencia sobre las otras; porque sabe que casi nadie se atreverá a confrontarlo; porque su presencia ya irruptora, su corporalidad y los significados de la masculinidad sobre ésta, sumados a la historia de violencia permitida y cometida por los hombres en los espacios públicos amedrentan a las mujeres en general, el temor a las respuestas masculinas “si se enoja”.

También, porque sabe que, si alguna se atreve a confrontarlo, la mayoría guardará silencio actuando bajo el temor al conflicto o bajo la apatía contemporánea del no involucramiento, en el mejor de los casos.

En tanto, él dispone de todo un bagaje de lenguajes; ya sea de chantaje que más o menos querrá significar: “no hago nada malo aquí”, “no te estoy molestando”, “vengo tranquilo”, como hacen los violentadores en los espacios íntimos, negando el peso de su actuar. Se trata de gaslighting[2], una forma de abuso psicológico que consiste en hacer dudar al entorno o a la víctima de su propia percepción. En este caso, el agresor intenta culpabilizar a aquella que lo señala por la irrupción en el espacio que debería ser de seguridad.

La otra posibilidad es que use desde lenguajes no verbales hasta explícitos o físicos en donde agreda a quien se atreva a señalarlo. En cualquiera de los dos casos el mensaje es concreto: “Estoy demostrando que puedo quedarme, aunque a las mujeres les incomode” -más probablemente, porque nos incomoda-.

Incluso, hay veces que aseguran estar cometiendo algún tipo de acto heroico por negarse a ser “exiliados” o “discriminados” -según la egoísta lectura que hacen de una acción afirmativa-, en donde lo que les preocupa no es que se les niegue ningún espacio –tienen todo el mundo para ellos-, en donde no importa el acoso que otras sufren, lo primordial es que ellos se ofenden de que le pudieran considerar entre los acosadores. Imposible, ¿no? No importa que las mujeres nos sintamos o no a salvo, ¿cómo nos atrevemos a querer estar cómodas sin ellos! Nada nuevo, los gestos de egoísmo de cualquier narcisista que sólo mira para sí.

Un instrumento más de violencia con el que cuenta el agresor, es con la certeza de que alguna o algunas mujeres habrán de defenderlo. Algunas dirán que no estaba haciendo nada, porque el gaslighting funciona y es difícil demostrarlo. Otras, enseñadas en la necesidad de aprobación masculina, querrán congraciarse con él.

Cualquiera de esas defensoras narrará que hay otras mujeres que empujan y son agresivas en el transporte público, que son iguales o peores que los hombres. Sin embargo, una siempre puede sospechar de que, a pesar de sus quejas, ellas eligen, de todos modos y a todo costo, viajar entre mujeres y no en el espacio mixto, ¿por qué será?

Aquí, es posible identificar otra técnica de violentador: el que violenta en privado busca la manera de aislar a la víctima, hacerla ver como mala, tonta o agresiva para que no tenga aliadas alrededor. Así es como en la violencia del ámbito de lo “privado”, la agredida se encontrará juzgada por la vecina, por la colega, por aquella a la que enseñaron a ser la rival. De igual manera, el violentador del transporte público cuenta con la enseñanza cultural que atomiza, enemista a las mujeres y hace ver a la que reclama como la loca, la histérica, la exagerada. Como nadie quiere ser esa, otras mujeres se apresuran a señalarla -no sea que se piense que es del mismo tipo de mujer- o, a corregirla para que sepa que no puede-debe ser tan agresiva, ¿Cómo se le ocurre querer un espacio propio? Lo logra, así nos deja aisladas.

Más aún, cuando son las novias, las esposas, las amigas con las que ese hombre llega a ingresar al transporte público, no tiene más que hacer un gesto de incomodidad, no tiene más que mirarla dulcemente o abrazarla con intensidad. Automáticamente, tendrá la palabra, la furia y el cuerpo de esa mujer para protegerlo, para convertir en antagonistas a unas y a otras, y, para enseñarle a ella, a su defensora, que no cuenta con nadie más en el mundo porque las otras mujeres son malas -con él-. Eficaz pedagogía para dejarlas y dejarnos solas.

Entonces, un hombre en las zonas de mujeres del transporte público, lo que está haciendo es violentar, incluso “castigar” a las mujeres que salimos a la calle. Su presencia puede equipararse desde la violencia que ejercen en “lo privado” trasladada al espacio que nosotras consideramos público. Así, como todo acto de transgresión del espacio personal, el acto de transgresión del espacio colectivo de las mujeres no es un acto incidental, es el lenguaje intencional de un agresor de mujeres y que el fenómeno ocurra cotidianamente con impunidad, vuelve esa acción más ofensiva.

Ese hombre, el narcisista público, lo que hace, es encarnar la cultura de misógina, transgresión e imposición hacia los cuerpos y las vidas de las mujeres que impera en esta ciudad.

¿Qué hace ese hombre en el vagón de mujeres en la Ciudad de México? Por Karina Vergara Sánchez

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