“Ese vestido te queda muy bien, deberías venir así más seguido”.
Sobreviví a más eventos hostiles a lo largo de mi vida de los que puedo recordar. Supongo que es parte de la saludable memoria selectiva que nos hace seguir confiando en el mundo.
Cuando leí el hashtag #YoTambién, me horrorizó ver que la mayoría de las chicas habían pasado por ese trago incluso antes de la pubertad: miradas lascivas camino a la tienda, una nalgada en la parada del autobús, arrimones en el metro o «piropos» agresivos a la salida de la escuela. A mí nunca me pasó nada similar. Si bien puede ser que haya omitido las miradas —siempre he caminado en las nubes, inmersa en mis pensamientos; ahora ya no— o ignorado los piropos que sí llegaban a gritarme, nunca me pasó nada fuerte hasta pasados los 25, la primera vez que me dio una nalgada un tipo que pasó en bicicleta.
La ira que hirvió en mi cerebro esa vez fue algo que jamás había sentido hasta ese momento. La noche que apenas caía, a pocas cuadras de mi casa, la impotencia de que me hayan sorprendido por la espalda, la bicicleta silenciosa, el manotazo certero y la huida impune me hicieron gritar furiosa intentando alcanzar al ciclista: «Hijo de la chingada, ¡pendejo!» No conseguí nada, sólo la garganta rasposa y las mejillas rojas, mojadas de lágrimas de rabia.
La segunda vez que me sorprendieron iba caminando con una bolsa de ropa, en pleno día, y sólo sentí una mano en mi hombro derecho y otra en el trasero. Con las manos ocupadas por la bolsa de ropa no pude reaccionar. Ni siquiera gritar. Cuando me rebasó, en cuestión de segundos, alcancé a ver que era un niño de no más de 15 años. Tiré todo, otra vez grité todo lo que pude. Nadie me escuchó. No sirve de nada gritar. La invasión ya se hizo y ya no me siento segura caminando sola, nunca más.
Esto fue en el espacio público, en la calle, y lo que vi vulnerarse fue mi integridad física y mi paz. Ahora llevemos esta sensación a un plano laboral. A ese ambiente donde, en teoría, hay reglas de respeto y uno puede desenvolverse como profesional, más allá del género. Desde los 22 años, cuando salí de la universidad y empecé a desempeñarme como analista de sistemas, mis primeros trabajos no tuvieron jefes déspotas, compañeros mirones o condiciones sumamente desiguales. O si las había, yo no las notaba. Había desconocidos que jamás me habían saludado pero que iban a mi lugar a hacerme charla los días que llevaba vestido, y yo pensaba «bueno, eso debe ser un halago». También había miradas, muchas miradas, pero yo pensaba: «no pasa nada, tampoco es que me estén insultando».
A nueve años de haberme graduado, encontré un trabajo donde finalmente pude dar el salto de programadora a Project Manager. Estaba muy orgullosa de haberlo hecho por mis propios méritos, es decir, sin un contacto que me haya recomendado. «Sólo mi currículum», pensaba. Me habían dado la oportunidad de liderar proyectos cross-business, de aprender sobre metodología de gestión de proyectos y hacer carrera. Estaba muy contenta con ello. Mi jefe parecía ser un hombre de mundo, con mucha experiencia y buena disposición para trabajar en equipo.
El primer año todo estuvo bien, pero poco a poco empecé a notar ciertas actitudes en mi jefe que no me encantaban. Cuando íbamos a comer en grupo se la pasaba alardeando de que durante mucho tiempo tuvo dos novias y todos los demás hombres, incluso su jefe, mi director, le festejaban la gracia. Un par de veces me invitaba a que comiéramos solos y no veía nada malo en eso, pero después de sus comentarios misóginos hacia otras chicas del tipo «Genoveva se viste muy sexy, más que Genoveva debería ser GenoBaby» empecé a evitarlo.
Paralelo a esto, cuando le decía que no me podía quedar tarde porque perdía mi autobús de regreso a mi ciudad, era común que me contestara «pues que te lleve tu novio, ¿no?» Yo ignoraba el tono agresivo de esos comentarios y hacía de cuenta que no se había dicho nada.
Francamente me sentí molesta con sus comentarios desubicados cuando le comenté que iba a estar unas horas fuera de mi lugar para ir a un curso de finanzas personales, y me contestó con sorna: «¿Finanzas personales? Pues mejor cásate, ¿no?». No teníamos ni la confianza ni la amistad para ese tipo de comentarios, y verdaderamente me enojó muchísimo el tono sobrador de su respuesta. Yo le estaba informando sobre algo que para mí era serio y él me respondía burlándose. Sobra decir lo ofensiva que me resultó la implicación de que, a pesar del hecho de ser profesionista con experiencia laboral y maestría en administración, se me diga que por ser mujer la mejor forma de resolver mis finanzas es confiándoselas a un hombre.
Entre sus comentarios incómodos también estaban las observaciones sobre mi forma de vestir. «Ese vestido te queda muy bien, deberías venir así más seguido». Ninguno de mis jefes hasta el momento me había dicho algo similar, no me gustaba que pusiera atención en mi ropa más que en mi trabajo, pero, una vez más, por llevar la fiesta en paz, no dije nada.
Cuando dejé de aceptar sus invitaciones a comer solos, paré de reírme de sus «chistes» y empecé a evitar lo más posible las situaciones sociales en las que él estuviera, su conducta empezó a agriarse. En las juntas con otras áreas se volvía mi crítico más acérrimo. Saboteaba mis presentaciones, ponía en tela de juicio la calidad de mi trabajo y procuraba desacreditarme para tener él siempre la última palabra. Los miembros de otros equipos se daban cuenta de esto y casi orgánicamente se ponían de mi lado en las reuniones.
Ese trabajo, que al inicio me tenía tan orgullosa y plena, se volvió insoportable. Cada mañana que tenía que levantarme para tomar el autobús era una carga pesadísima. Todo lo que hacía estaba mal, me rebotaba todo sin siquiera revisarlo; para mí era mejor no consultarle nada, hacer las cosas por mi cuenta y arriesgarme a tener que rehacerlo todo para cumplir con sus «correcciones». Empecé a tramitar home office para poder evitarme un día a la semana el viaje de tres horas y me lo negaba porque «no había demostrado la solvencia y responsabilidad para trabajar a distancia». Quería cambiarme de área, pero ponía todo tipo de trabas: «tu puesto está congelado, nadie puede tomarlo, entonces no puedes moverte».
Una compañera me abrió los ojos: «esa forma en la que actúa tu jefe está mal, tienes que denunciarlo, levántale un DIME». El DIME era la herramienta que tenía la empresa donde trabajaba para hacer denuncias anónimas sobre cualquier colega que tuviera conductas no apegadas a los valores de la empresa. Al principio tuve dudas, porque temía mucho las represalias. Recursos humanos realizó una investigación y resultó que varias colegas se sentían incómodas con sus formas misóginas. Yo no era la única y el que tenía un problema era él.
Durante este proceso logré moverme de área y ya estando en mi nuevo puesto me enteré que, como resultado de la investigación, lo habían despedido.
Nuevamente, y como dije al principio, creo que tuve mucha suerte de haber vivido esto con más edad y en un ambiente donde pude hacer algo al respecto. No todas las áreas laborales cuentan con herramientas para denunciar este tipo de conductas. Muchas mujeres tienen que soportar ambientes laborales nefastos simplemente porque no hay otra alternativa, necesitan el sueldo, denunciar es imposible y las represalias serían peores. Trabajar así es un suplicio, no me imagino lo que debe ser tener que resignarse a tolerarlo o perder el empleo para siempre.
Espero que esto les sirva a aquellos que en este momento estén viviendo situaciones similares y se sientan impotentes: quiero que sepan que se puede denunciar, tenemos que hablar de que esto no es por cómo nos vestimos o por cómo actuamos, el acosador es quien tiene un problema, no el acosado. Todos tenemos derecho a trabajar tranquilos, seguros y contentos.
https://www.vice.com/es_mx/article/xwadva/broadly-yotambien-mi-primer-acoso-laboral