A Maru nadie le había dicho que los gritos y las amenaza de su esposo eran violencia psicológica. Inclusive ahora, dos meses después de haber sido acuchillada por su marido y haber sobrevivido, nadie le ha hablado de la Ley de Víctimas, la Ley de Acceso o cualquier otra ley que la ayude.
“Como toda mujer nos enseñan que debes esperar nuestro príncipe azul y no esperas esto”, dice Maru sentada en la sala de su casa, mientras el cuerpo aún le duele por las secuelas de las siete puñaladas que le dio su esposo al atacarla afuera de su trabajo.
El 24 de noviembre del 2017 cambió su vida; fue el día en que la violencia que vivió durante cuatro años de relación y aún después de su separación llegó a su máximo grado, cuando su esposo y papá de su hijo fue detenido tras intentar matarla.
Todo ese tiempo vivió una violencia que no podía ver, una violencia que confundía con amor, una violencia de la que intentó huir, una violencia que solo identificó plenamente tras separarse de su esposo, tramitar el divorcio, acudir con apoyo psicológico. Violencia que reconoció con certeza cuando sintió la sangre correr por su garganta.
“Sí”, responde tajante al preguntarle si vivió violencia antes de terminar la relación.
“Llevaba más de un año intentando separarme él, pero normalmente cada vez que tocaba el tema del divorcio (…) él me comentaba que el divorcio no era una opción (…) que donde quiera que yo fuera siempre me iba a seguir”, narra.
Para evitar la separación, su expareja Antonio amenazaba con demandarla penalmente por abandono de hogar, secuestro o cualquier otro cargo, cuenta María Eugenia Cruz Mejía, Maru.
Sin conocer de leyes solo recurría a su suegra, quien apoyaba la versión de su hijo y la disuadía de la anhelada separación.
Como ingeniera mecánica sabía de números, álgebra y certificaciones de calidad, pero en ese momento no conocía la Ley General de Acceso a una Vida Libre de Violencia, ni ninguna otra ley parecida. No sabía que esos instrumentos definen como violencia económica el que estuviera obligada a trabajar y pedir ayuda a sus familiares para subsistir su hijo, ella y su esposo.
A Maru nadie le había dicho que los gritos, las amenazas, los menosprecios que le hacía su esposo eran violencia psicológica. Inclusive ahora nadie le ha hablado de la Ley de Víctimas, la Ley de Acceso o cualquier otra ley que la ayude.
Pero sobre todo, nunca imaginó ser del 11.1 por ciento de veracruzanas que el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) reporta sufrieron violencia familiar tan solo en el último año; para ella solo tenía una relación deteriorada que juntos podrían componer.
“Uno de los cuchillos de cocina que yo había comprado”
La relación terminó el día que, durante una pelea, el esposo de Maru la dejó en casa de sus papás junto con su hijo y sus maletas.
Llevaban sólo 15 días viviendo su entonces esposo, su hijo y ella en un cuarto para el que habían conseguido muebles prestados, pero la pelea fue suficiente para una separación.
Tras ello, Maru buscó ayuda. Tenía la oportunidad de conseguir el divorcio que había querido desde hace mucho. Su mamá y su papá la apoyaron para contratar una abogada y comenzar legalmente el proceso de separación y custodia, mientras los mensajes de su expareja continuaban llegando, hasta que lo bloqueó. Entonces supo que vivía violencia.
No tuvieron comunicación hasta aquel 24 de noviembre.
Maru lo recuerda mientras se acomoda un poco en el sillón por el dolor en la espalda y muestra que la mano derecha no la puede cerrar, pues una de las puñaladas le dio cerca de la médula espinal y perdió movimiento.
Sus ojos se llenan por ratos de melancolía y en otros de rabia contenida que ahuyenta rápidamente y se recompone para fingir comer la galleta que su hijo le ofrece jugando.
Por su hijo, asegura, mucho tiempo estuvo con Antonio pues creía que era lo mejor; solo ahora está convencida que no era así.
“Ese día estaba yo trabajando (…) vino mi jefe a comentarme que me buscaban en la entrada de mi trabajo. Normalmente nadie va a mi trabajo a buscarme, solamente si sucede algo con mi hijo; pensé que era una emergencia y salí. Al llegar a la entrada lo vi a él y me asusté”, cuenta.
Su expareja le pidió hablar lejos de su trabajo, pero ella accedió solamente que fuera en la banqueta frente al lugar, donde hablaron sobre la custodia de su hijo, las convivencias y un posible convenio al que Maru se negó.
“Se molestó, y cuando vi esa reacción en él le dije que ya no teníamos nada de que hablar (…) me di la media vuelta y fue cuando él me jaló del brazo, me jaló hacia él por la espalda y me comenzó a acuchillar, me giró hacia su derecha y comenzó a hacerme la herida del cuello”, recuerda mostrando el corte cocido en la barbilla que es visible por la reconstrucción de la faringe que le tuvieron que realizar los doctores.
Sus compañeros salieron y evitaron que las heridas continuaran.
“No sabía con que me había herido, sentí toques eléctricos todo ese tiempo; hasta que mi jefe pisó su mano para que soltara el arma con la que me estaba lastimando me di cuenta que era uno de los cuchillos de cocina que yo había comprado”, dice antes de suspirar para recomponerse, con la fuerza de voluntad que la ayudó a llegar viva en una batea de camioneta a la Cruz Roja y soportar una intervención quirúrgica que requirió de 10 médicos en un quirófano.
Maru sobrevivió y evitó ser un caso más de los 177 feminicidios ocurridos en 2017, reportados por el proyecto Asesinatos de Mujeres y Niñas por Razón de Género de la Universidad Veracruzana. A esta cifra se suman 84 homicidios de mujeres.
No siempre fue un cuento de horror
Maru y Antonio se conocieron en el Instituto Tecnológico de Veracruz, ambos estudiantes de carreras similares por las que coincidían en pasillos de la universidad.
Algunos gustos en común, como videojuegos y cómics, el tiempo que pasaban juntos y un amor veintiañero hicieron lo suyo para que comenzaran una relación que más tarde los llevó a casarse, vivir juntos en casas de sus padres y tener un hijo.
Su relación era a simple vista como cualquier otra, y como en cualquier otra -pensaba- había problemas. Problemas que en realidad eran violencia.
“Uno de los principales problemas que teníamos es que el dinero no alcanzaba y él no quería trabajar (…) mi universidad me la pasé vendiendo dulces para poder tener dinero para cualquier cosa que necesitaba mi hijo y mientras me iba a la escuela él a veces se quedaba durmiendo hasta medio día”, dice al recordar tres años atrás.
Como en otros casos, cuenta Maru, fueron la familia y amigos los primeros que vieron la violencia y le dijeron, pero ella no lo creyó. Algunas amistades se alejaron y otros, como sus papás, le insistían en que las cosas no iban bien.
Eso pasó aquel día en que se irían juntos a la escuela en una bicicleta, pero ella pasó con su abuela a arreglar asuntos de la guardería del niño y cuando salió ya no estaba Antonio, ni la mochila de dulces que vendía, ni su mochila de la escuela, ni su dinero, por lo que se quedó sola y sin poder moverse.
“Era algo tan cotidiano que ya lo sentía normal”, sentencia.
“En una ocasión uno de sus amigos enfrente de él me dijo que yo no valía nada, que yo no servía para nada, ni para estudiar, ni para trabajar, ni para ser madre, ni para ser esposa y yo le reclamé a él que como permitía que sus amigos me insultaran así y él me comentó, ‘pues es que es la verdad, de hecho él lo dijo porque yo siempre lo he dicho’”, recuerda.
Del amor al miedo
Pero a lo que ella creía amor, le bastó unos años para convertirse en temor.
La separación no era viable, pues aunque la deseaba temía que eso implicara quedarse sin su hijo.
El niño, dice, tiene alergias y un problema en las rodillas por lo que no podía siquiera pensar en que se quedara solo con su papá quien en algunos momentos optó por jugar videojuegos antes que darle de desayunar.
“Tenía mucho miedo, mucho miedo porque me daba cuenta que la mamá de él tiene muchas amistades, muchas amistades y me he dado cuenta que parte de lo que me dijo es cierto, que este es un país muy corrupto”, afirma.
Los rumores de que su esposo ejercería violencia para obtener la custodia se mezclaban con los intentos de recomponer una relación y tener esa familia ideal en que su hijo crece al lado de sus dos padres.
“Un amigo me contó que me iban a poner un cuatro, que su amigo iba a decir que cuando yo salía de mi trabajo me iba con hombres y mi esposo tenía pensado decir que no atendía a mi hijo, que de hecho tengo muy mala relación con mi hijo (…) otro amigo me mandó una captura de pantalla de las conversaciones que tenían, hablaban sobre hacerme photoshop y tener imágenes mías donde apareciera desnuda y así para hacerme quedar mal”, narra.
Aún ahora el miedo no termina. Antonio está preso, pero Maru teme que quede en libertad por algún recoveco legal, pues aún cuando estaba por ser detenido y ella sostenía su cuello intentando parar la hemorragia, él prometió volver a terminar lo que había comenzado: asesinarla.
“Temo que intente terminar lo que empezó y que intente quitarme a mi hijo”, dice mientras baja la voz, cansada de los recuerdos y cansada de hablar pues la lengua le quedó dañada tras el ataque.
“A veces se agrede tanto a una mujer que ya no nota uno cuando la están agrediendo”, lamenta mientras uno de sus amigos vigila al hijo de Maru y a su hija que llevó para jugar y otro intenta darle ánimos.
Ahora, asegura, quiere superarlo, recuperarse físicamente, darle apoyo a su hijo para el momento en que se entere de todo.
Quiere hacer aquello que en algún momento su pareja le dijo nunca podría.
“Quiero cerrar este ciclo de mi vida, espero que sea dentro de muy poco (…) deseo lograr todo aquello que en algún momento él me dijo que jamás podría hacer. En su momento me dijo que una mujer como yo no sirve para manejar, no sirve para hablar más de dos idiomas, no sirve para muchas cosas. Y eso es lo que quiero hacer. Quiero demostrarme a mi misma que sí puedo”, dice segura, decidida, dispuesta a sobrevivir a los recuerdos.
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