En complicidad con su madre, Mario y sus tres hermanos sedujeron a decenas de mujeres y las esclavizaron sexualmente en las calles del barrio de La Merced, en el Centro Histórico.
En complicidad con su madre, Mario y sus tres hermanos sedujeron a decenas de mujeres y las esclavizaron sexualmente, de 2000 a 2003, en las calles del barrio de La Merced, en el Centro Histórico.
En ese periodo, el hoy extratante comprobó que es suficiente extender un par de billetes a los patrulleros para que permitan operar.
Sin embargo, en la cúspide de su redituable negocio, la banda fue capturada tras un error cometido por uno de los integrantes.
Mario cumplió su condena hace un año. Hoy cuenta su versión:
«No necesitas ser guapo. Debes hablar rápido, ser cariñoso, decir cosas bonitas: ‘Hola, mi vida’. Si otros padrotes exigían una cifra y las golpeaban, yo hacía lo contario: las invitaba a comer y a bailar. De todas formas, ellas pagaban».
El conductor del taxi sonreía satisfecho. Ruletero de toda la vida, El Relevo estaba contento por su buena obra: acababa de salvarle el pellejo a un joven de 17 años que un par de días antes, en afán de venganza, había allanado la bodega de su patrón para hurtar los relojes del negocio.
—Uy, muchacho, en qué bronca te metiste, casi te matan —observó el taxista, que conocía de tiempo atrás a su pasajero, un adolescente menudo y de piel morena.
Mario, el joven prófugo, no habló los primeros segundos. Nada más para no dejar, lanzó un «no pasa nada», intentando olvidar que el día anterior lo habían amenazado con una pistola calibre 45 por pasarse de listo. Luego le preguntó al taxista en qué consistía la chamba que ejercería en el hotel de La Merced.
⎯Vas a limpiar las habitaciones que ocupan las prostitutas. Ahí puedes vivir en lo que pasa el lío —lo reconfortó el hombre mayor.
El Relevo se estacionó en la calle Limón, en el corredor sexual de San Simón y, al tiempo que extendía la mano a Mario en señal de despedida, lo instruyó:
—Entras al número 7 y preguntas por Javier, él te va a explicar el trabajo.
—Sí, señor.
Al descender del taxi, lo primero que Mario vio fue una hilera de sexoservidoras, algunas con los brazos cruzados, observando algún punto imaginario en la banqueta. No perdió el tiempo. Apresurado, caminó hacia el hotel sin mostrar interés en las jóvenes prostitutas. Al asomarse por la diminuta entrada con puerta color verde, encontró a una muchachita guapa, delgada, de 16 años.
—Disculpa, ¿está Javier? Me dijeron que preguntara por él. Voy a trabajar aquí.
La prostituta adolescente sonrió y casi susurrando le dijo:
—Uy, manito, si entras a este lugar, jamás vas a poder salir.
El hotel sin nombre en realidad era un establecimiento clandestino de una planta, cuya fachada de color rosa gastado no revelaba su verdadera dimensión. Abarcaba prácticamente una manzana completa: las calles Limón, San Simón, Soledad y la avenida Circunvalación. Se dividía en unas 13 cuarterías, ocupadas por los clientes y las prostitutas que hacían fila afuera.
«Bueno, ¿y Javier?», preguntó Mario de nuevo. «Vamos, te llevo con él». Javier era un padrote de al menos 60 años originario de Tenancingo, el municipio de Tlaxcala considerado el epicentro de la trata de personas en México. Cuando Mario y la adolescente se le acercaron, barría una cuartería. No hizo falta que hablaran. El Relevo le había informado que un muchacho llegaría a preguntar por el trabajo.
—¿Cómo te llamas? ¿Edad?
—Mario, señor. 17 años.
—No puedes decir que eres menor de edad. Tienes 18.
Javier recargó la escoba sobre la pared y tomó aire, como si fuera a pronunciar un largo discurso:
—A ver, Mario. Vas a ganar 50 pesos al día. Aquí duermes y comes. Te mostraré lo que harás. Es fácil. Si no aprendes a la primera, no hay segunda.
Mario asintió. Prestaba atención a todo lo que acontecía el primer día de su nueva vida en La Merced.
QUÉ FÁCIL ES GANAR DINERO
Con la rapidez de alguien experimentado en su oficio, Javier cubrió los carcomidos colchones con las sabanas que, de tan viejas, parecían hojas de papel. Enumeró las actividades: «Cada que salga un cliente, arreglas de inmediato. Vacías los papales y condones en una bolsa». Roció aerosol. «Aromatizas, esto es muy importante». Mario observó sus movimientos. «Irás por lo que haga falta: papel de baño, paquetes de condones», agregó Javier.
A la siguiente jornada, Mario se enteró de que las cabezas del lugar eran Socorro Mejía, Doña Coco, y su esposo Lázaro, El Zacatero, uno de los padrotes más prominentes en La Merced, famoso por fugársele a las autoridades en distintas ocasiones.
Mario se despertaba a las ocho de la mañana, abría las cortinas de las 13 cuarterías y se cercioraba de que debajo de los colchones no hubiera condones ni papel. Limpiaba el piso con una jerga percudida y lavaba los trastes. Las mujeres llegaban a maquillarse después de las nueve y, media hora más tarde, comenzaba la jornada laboral.
En su segundo día, Mario observó al encargado orinar dentro de una cubeta con agua. Javier molió azúcar, canela y perejil, y depositó la mezcla verde en la bandeja. Agregó amoniaco y éter.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Mario, inquieto ante el menjurje que Javier preparaba ante sus ojos.
—Sirve para atraer a los clientes. Ve y riégalo alrededor de la manzana. En todos los rincones.
Aquel procedimiento formaría parte de su rutina a partir de entonces.
Al poco tiempo presenció otras situaciones extrañas. Esa noche vio a una prostituta veinteañera entregar un fajo de billetes a Javier. «A ver, ¿cómo nos fue?», dijo él, «¿es todo?». «Es lo que saqué», respondió ella. Días después, llegaron en busca de servicio sexual menos hombres que lo habitual. Era mediodía. «Mario, ve a comprar almizcle y estoraque», ordenó Javier. A su regreso, el padrote colocó ambas plantas en el anafre. La humareda se extendió por el lugar. Las sexoservidoras se colocaron al lado del hornillo y sacudieron sus cuerpos como si alguien les hubiera arrojado tierra con lumbre. «Salgan, van a comenzar a llegar más hombres», afirmó el veterano.
Durante los siguientes días Mario comenzó a charlar con algunas mujeres. Aprendió nuevas cosas: una relación no debía durar más de 15 minutos, al menos la mitad eran menores de edad, aunque cualquiera de éstas lograba aparentar más años con maquillaje. Sus padrotes conseguían las credenciales de elector apócrifas. Mario se percató de que era fácil aprovecharse de ellas. Bastaba lanzarles alguna sonrisa. Si Javier, un viejo, podía, él también. Un día le dijo a una: «¿Qué crees? Mi mamá está enferma». Agachó la mirada y fingió angustia. «Ten, llévale algo». La mujer le extendió un billete de 200 pesos. A la siguiente noche, comentó a otra: «No tengo para las medicinas». «Toma». Qué fácil es ganar dinero aquí, pensó Mario.
Javier se encargaba del funcionamiento del lugar. Enviaba a Mario y otro ayudante por grandes cantidades de alimentos. Él mismo preparaba los guisados que vendía a 40 pesos a las sexoservidoras. Cada una de ellas entregaba 15 pesos a su llegada y 25 al retirarse. Por relación sexual cobraban entonces 120 y 40 correspondían al cobrador. Hoy, la tarifa apenas se ha elevado a 150 o 200 pesos. Cuando una nueva mujer llegaba, casi todos los días, preguntaba a Javier: «¿Me dejas trabajar?». «Claro que sí», respondía, «el horario es de nueve a ocho».
A Mario le fascinaba el lugar. Con un poco de astucia se conseguía dinero de inmediato. Otro día, llegó una mujer.
—¿Puedo trabajar? —preguntó a Javier.
—¿Quién es tu padrote?
—No tengo.
—¿Cómo no? Dime la verdad.
—Es de Tenancingo.
«Qué maravilla», pensó Mario aquella vez. «Qué tipos más afortunados, quiero ser uno de ellos: quiero ser padrote».
ENCONTRÉ EL LUGAR EXACTO
El hombre corpulento y de gafas tipo policía alza el brazo derecho en señal de «aquí estoy». Es viernes. Aún restan poco más de dos hora de luz solar cuando Mario dice «hola» con voz relajada. Parece listo para responder las preguntas sobre su exvida criminal, finalizada el 6 de julio de 2003, cuando fue capturado en un operativo tras una denuncia en su contra.
Nos sentamos en una de las bancas del Jardín San Pablo, en el Centro Histórico. Mario usa casquete corto, lleva puesto un pantalón de mezclilla y una playera ceñida que muestra un cuerpo con apariencia de haber sido ejercitado. Destacan sus tatuajes: el escorpión en el cuello, el eslabón con espinas y el cráneo en el brazo derecho. Uno se impone al resto: en algún momento de su vida decidió tatuarse en el antebrazo izquierdo una mujer arrodillada y amordazada.
Salió de prisión en 2015, tras cumplir una condena de más de una década. Acaba de cumplir 38 años y es el mayor de seis hermanos: Enrique, Fredy, Raúl y dos mujeres cuyos nombres prefiere omitir. Nació en la colonia Obrera, en la Ciudad de México: «Recuerdo», comienza, «los golpes de mi mamá, Esperanza. Nos daba con palos, plancha, cucharas, cuchillos». Cuando la familia se mudó a San Antonio Abad y Tlalpan, Mario y Enrique se dedicaban a limosnear.
En aquel tiempo, Esperanza entró a trabajar de fichera en un cabaret. Al poco tiempo, comenzó a prostituirse en la zona roja de la Obrera. Semanas después los echaron del cuarto de hotel que alquilaban porque a ella se le olvidó pagar la cuota diaria. Por enésima vez, se mudaron a otro lugar, ahora a Las Virgencitas, en Chimalhuacán, Nezahualcóyotl.
La indiferencia maternal de Esperanza fue en aumento. Se escapaba con algún hombre y regresaba días después. Cuando ella y sus hijos se cambiaron a un departamento más grande en la misma zona, comenzó a invitar a clientes y amigas del trabajo. Las reuniones se extendían hasta el amanecer.
«Aprendimos a robar», explica Mario. «Mi mamá nos decía: ‘los cambios no se regresan’. Cuando alguno de sus amigos nos enviaba por una botella, nos quedábamos con el sobrante. Si se quedaban dormidos, los basculeábamos. Sacábamos lo que traían en sus carros», cuenta, con voz pausada, como si no quisiera errar sobre los detalles de aquel momento de su vida. «Éramos muy traviesos: asaltos, golpeábamos a los vecinos. Una bandita tremenda», recuerda.
Mario ya había cumplido 17 años. Y a esa edad, dice, «además de ratero, era drogadicto». Uno de esos días de juergas prolongadas, Esperanza invitó a una joven vecina. Esa noche, Mario y la invitada sostuvieron relaciones. Como a ella no la recibieron en su casa, se quedó a vivir con la numerosa familia. Al poco tiempo quedó embarazada. «¡Yo no los voy a mantener, vas a tener que trabajar!», ordenó Esperanza. A Mario no le quedó de otra que buscar empleo.
Lo contrató de ayudante un comerciante que vendía relojes cerca de metro Taxqueña. Cierto día, el patrón llegó y le exigió una cantidad de dinero que el chalán no había reunido. «Entonces, estás empeñado conmigo», dijo. «Me pagas con trabajo o te meto a la cárcel». A la siguiente jornada, Mario duplicó las llaves de la bodega. En la noche regresó al local y robó decenas de relojes.
Como el comerciante sabía quién era el ratero, se dirigió a su casa con una pistola guardada en la chamarra. Tocó la puerta y Mario abrió. «¡Dame mis relojes o te mueres, cabrón!», gritó, furioso, apuntándolo con el arma. Esperanza lo confrontó: «¡No te tengo miedo, lárgate de aquí!». «Si no me regresan la mercancía, lo mato». La mujer sabía que no bromeaba. «Sí te la entrego, pero déjame hablar con él primero», concilió.
El sujeto esperó a Mario en la calle las siguientes horas. A veces desaparecía y regresaba con acompañantes. Esperanza lo observaba por la ventana. Esa noche, se fue al cabaret y contactó a un viejo amigo taxista, El Relevo. «Necesitamos encontrar un lugar para Mario, en lo que me mudo», le comentó. «Conozco dónde», dijo él . Por la mañana, la mujer llegó con la buena noticia: «Encontré el lugar exacto». Mario escapó por la vecindad de al lado y el taxista lo recogió en una calle cercana.
YO ERA MÁS ASTUTO
Ocho meses después de haber llegado a La Merced, Mario abandonó su empleo de limpiacuartos. Él y su hermano Raúl consiguieron trabajo en una fábrica de alimentos. Su sueldo era de 600 pesos semanales y dormían en una camioneta de la empresa. A los pocos meses, recibió la visita de Enrique y su esposa.
—Fuimos de compras a La Merced y nos encontramos al Virgilio —informó Enrique. Se refería a un sujeto que fue conserje en las cuarterías durante la primera temporada de Mario en aquel barrio—. Dice que si quieres, mañana mismo regresas.
—¿En serio? —preguntó Mario, incrédulo.
El mensaje de su hermano sacudió viejos instintos.
«Ya era mayor de edad y me sentía miserable. Me apenaba no tener ropa, zapatos, quería un celular», recuerda Mario, sentado en la banca del Jardín San Pablo.
Al otro día, al llegar a Limón 7, se percató de que el negocio funcionaba igual.
—Qué onda, mi Mario, ¿quieres trabajar? —saludó Virgilio, el nuevo encargado. —Son 50 diarios y puedes vivir aquí. ¿Aceptas?
No lo pensó dos veces. «La paga era menor que en la fábrica, sí, pero una vida buena no era suficiente. Además, me gustaba la droga, el activo, y en La Merced vendían en cualquier vecindad. Yo era feliz», rememora el extratante.
Las buenas noticias continuaron. Al día siguiente de su reincorporación, Doña Coco apareció en las cuarterías.
—¿Quién es este güey? —preguntó.
—Soy el nuevo empleado.
—¿Qué signo eres? —preguntó de nuevo la mujer, aficionada a la santería.
—Tauro.
—¿De verdad? Pues de ahora en adelante estarás al frente porque la luna está en Tauro —ordenó.
En menos de 24 horas, Mario pasó de ser limpiacuartos al encargado de cobrar las entradas de las prostitutas. Ahora ganaba 200 pesos diarios y podía comprar lo que ambicionaba: ropa, zapatos, celulares. «Pero yo era más astuto», presume en la entrevista. Comenzó a hacer negocios con las sexoservidoras después de que una preguntó si podían trabajar antes de las seis de la mañana. «Sí, pero cuando llegue el Virgilio decimos que acabamos de entrar», le respondió. Desde ese día, preguntaba a otras mujeres: «¿Quién va a llegar a las seis?». Quince o más alzaban la mano. Compraba condones a un peso cada uno y se los vendía en 20.
«Ya me llevaba mil diarios», evoca Mario. Al día, en Limón 7 trabajaban al menos 60 mujeres, y algunas sostenían relaciones hasta 50 veces por jornada. Se le acercaban: «manito, estoy rosada, no aguanto». Al cobrador le daba igual. Mientras dejaran dinero… Lo único que sabía de ellas es que eran originarias de Guerrero, Veracruz, Chiapas, Puebla, Oaxaca.
Mario afirma durante nuestra charla que las cuarterías operaban con el consentimiento de las autoridades locales. Doña Coco «entregaba varios miles de pesos al comandante en turno en el Ministerio Público», ubicado en San Ciprián 59, en la Venustiano Carranza. Como La Merced abarca un tramo de la Cuauhtémoc, «funcionarios de ahí también recibían una tajada», dice, «y los mismos policías nos avisaban si había operativo. Cuando los patrulleros molestaban a los clientes, decíamos que el comandante estaba con nosotros. Cuando clausuraban, podíamos quitar los sellos».
Al poco tiempo, Mario cortejó a una oaxaqueña de 26 años que le contó cómo había escapado de su padrote. La chica tenía una hija a su cargo. Un par de sonrisas y algún elogio fueron suficientes para que la joven se enamorara de él. Con el fin de mantener contento a su nuevo novio, le entregaba las ganancias del día. «¿A ver, cómo nos fue?», le preguntaba Mario, con el mismo tono que le aprendió a Javier. Pronto, su sueldo aumentó a 2 mil pesos diarios. Lo invirtió en ropa y drogas.
La oaxaqueña se convirtió en la víctima uno, la primera de decenas.
LAS NOVIAS
Mario le regresaba un par de billetes a la oaxaqueña para que cumpliera con sus deberes. Cuando quedó embarazada, el proxeneta cortejó a otra sexoservidora, la misma adolescente que lo recibió el día que llegó a La Merced. Con lo que su novia número dos recaudaba, compraba droga. Después, cuando se volvió una carga, Mario despachó a la primera.
Los problemas en la cuartería comenzaron cuando Virgilio se percató de los negocios secretos de Mario y le exigió una tajada. Las sexoservidoras también le dieron la espalda. Estaban furiosas porque había hecho a un lado a su novia embarazada. Ese mismo día lo acusaron con Doña Coco, quien terminó por echarlo.
Acostumbrado a recibir dinero de varias manos, comenzó a salir con otra joven sexoservidora: Brenda, de 17. Rentaron un departamento y una semana más tarde comenzó a prostituirla. Mario se había vuelto adicto a la cocaína. La situación se volvió insostenible. Ya ni siquiera se molestaba en tirarle una o dos frases bonitas de vez en cuando: se limitaba a abusar de ella, a golpearla. Meses después, la mujer escapó. Mario buscó un reemplazo pero su mala reputación lo precedía. Ninguna trabajadora quería tenerlo cerca. La solución, concluyó entonces, era secuestrar a alguna y padrotearla, aunque fuera a la fuerza.
Luego de algunos días, encontró a su nueva víctima. Aprendió sus horarios y costumbres. Seria y trabajadora, era ideal para convertirse en su nueva novia. Tenía 22 años. Ante la urgencia de una nueva fuente de ingresos, Mario tomó valor y se paró frente a la mujer, a unos pasos de la entrada de las cuarterías. La tomó de la cintura, la levantó sobre su hombro y se echó a correr. La sexoservidora gritó, pataleó, pidió auxilio, pero nadie quería problemas con Mario. Ingresaron a la iglesia Santa Cruz y Soledad, a un par de calles de Limón.
—Ahí la convencí de que trabajara para mí —cuenta Mario.
—¿Qué le dijiste?
—¿Podríamos omitir eso?
—¿Por qué?
Mario respira hondo. Pasan 10 segundos. Toma aire.
—Con amenazas, le dije que nadie la iba a tratar bien. Estuvimos ahí unas tres horas, hasta que accedió.
Era el año 2000. Una mujer no bastaba y Mario conquistó a otras sexoservidoras. Les regaló flores, las invitó a cenar. Las aduló hasta ganárselas y las convenció de trabajar para él.
El negocio familiar nació poco tiempo después, cuando una jovencita llamada Lourdes se enamoró de Fredy, el hermano menor de Mario. Eran vecinos del mismo barrio y Mario, atento, le propuso trabajar en La Merced.
—Así convences a Fredy de andar contigo. Se pondrá feliz cuando vea que ganas mucho dinero.
Lourdes se negó pero el mismo Mario no esperaba una respuesta positiva. Tenía un plan b. Como a Fredy no le gustaba Lourdes, le dijo: «tú júntate con ella, yo hago el resto». Ella aceptó de inmediato la propuesta de vivir con Fredy y se mudaron a casa de Mario. Días después, el padrote insistió de nuevo pero la joven volvió a rehusarse. Mario ordenó a su hermano marcharse a casa de su mamá. Luego le contó a Lourdes que la policía se había llevado a Fredy al reclusorio. «Pero es menor de edad», respondió ella. «Sí, pero el delito es grave». Era una joven ingenua, dice Mario. «¿Qué hacemos?», preguntó la muchacha, preocupada. «Piden 20 mil pesos para sacarlo». Y entonces le recordó su propuesta de trabajo. Aunque se resistió al principio, un par de horas después aceptó.
Los primeros días, entregaba 200 pesos. Quería ver a Fredy. «No hemos juntado el dinero», le decía Mario. Convencida de que su novio estaba en prisión, la joven se esmeró. Dos meses después reunía mil 500 pesos diarios. Mario sobornó a personas del reclusorio Oriente para fingir una visita. «En aquel entonces no era difícil hacer eso. Todo se trataba de dinero». Fredy fue citado en el lugar. Abrazó fuerte a Lourdes. «Sé que estás trabajando por mí, te amo». Ella sonrió, feliz. «Pero falta más dinero». Mario agregó: «tienes que trabajar con más ganas para regresarlo a vivir con nosotros».
Fredy volvió a la casa días después y pidió a Lourdes continuar con su trabajo en La Merced. En ocasiones, la joven juntaba hasta 5 mil pesos en un día. Fastidiada, anunció a Mario: «Ya no quiero trabajar». «¿¡Cómo que no quieres!?», respondió él, burlón, «ahora es a fuerza».
Tiempo después, Lourdes informó a Mario que una muchacha quería trabajar en La Merced. Se llamaba Teresa, tenía problemas en su casa. «Ya eran dos empleadas y un empleado, mi hermano. Después contraté a un chofer para que las llevara al trabajo y las trajera de regreso a mi casa. Vivíamos en Neza», cuenta Mario. Un par de semanas después, Lourdes lo contactó con otra adolescente. El padrote propuso a Raúl, su otro hermano, convertirse en novio de la nueva. Al poco tiempo, una más se unió al grupo y Mario se ocupó de ella. «Todos me rendían cuentas a mí», dice. «Y yo repartía sueldos. Al día recibía unos 10 mil pesos».
Nada era suficiente. Mario enamoraba y padroteaba a otras muchachas cuando tenía oportunidad. «No es necesario ser guapo», indica, al exponer la forma en que operaba, «sólo debes hablar rápido, ser cariñoso, amable, darles una rosa, decir cosas bonitas: ‘hola, mi vida’. Si otros padrotes les exigían una tarifa y las golpeaban, yo hacía lo contario: las invitaba a comer y a bailar. De todas formas, ellas pagaban». Instruía a sus hermanos: debían permanecer alegres, sonreír a las jóvenes. «Preferían estar con nosotros, era mejor que ir con algún golpeador», afirma.
Enrique también se incorporó a la banda. Pasaba por las mujeres en la mañana y las llevaba a La Merced. En la tarde paseaba con su esposa y en la noche las recogía. Otro empleado se encargaba de vigilarlas durante el día. La farsa entre Lourdes y Fredy continuaba. Ella, dice Mario, aprendió, como él, a ser astuta, con tal de complacer a su hermano. Cuando pasaban los clientes, les arrebataba alguna pertenencia: «Te la regreso hasta que pases», condicionaba. Teresa también contribuyó al negocio. Anunció que dos jóvenes de su pueblo —en Actopan, Hidalgo— querían trabajar en La Merced, hartas de la pobreza y los problemas familiares.
Mario, feliz, se compró un automóvil y comenzó a salir con Laura, una funcionaria del Seguro Social que estaba al tanto de sus negocios y vivía en la colonia Morelos. Después de las nueve de la noche, empleados y sexoservidoras pasaban a recogerlo a casa de su nueva mujer y frente a ella le entregaban los fajos de billetes. Cuando Mario se despedía, Laura reclamaba:
—¿Ya te vas a coger con ellas?
—De ahí tragas, ¿no? No te quejes.
¿10 SON SUFICIENTES?
Cuando estaban por dar vuelta en la calle Manzanares, notaron que una camioneta obstruía el camino. Había una buena cantidad de policías en la calle. «No pasa nada», dijo en voz baja Mario, confiado. No sería la primera vez que la librara. Raúl hizo un gesto extraño, Mario volteó a verlo y, un segundo después, una voz potente ordenó: «apaga el carro, policía judicial». Estaban rodeados. Era el 6 de julio de 2003.
Meses antes, Mario había llevado su negocio a la cima. La banda de hermanos disponía en todo momento de al menos cinco o seis mujeres. Se encargaba de conseguir identificaciones falsas para las menores de edad y su territorio se había expandido a las calles Manzanares, Limón, San Pablo, el callejón de Zavala y la avenida Circunvalación. Cada víctima era explotada un año o más, «en lo que abrían los ojos», dice el extratante. «Si se iba Fulanita, llegaba Zutanita». No había inconvenientes. Si algún policía cuestionaba, bastaba entregarle un par de billetes para que no molestara.
Un martes, cuatro días antes de su captura, Mario recibió una llamada de Raúl: «oye, carnal, me gusta una chava y quiero llevarla a la casa, después la podemos prostituir». Mario aceptó de inmediato.
Esa misma noche, Raúl y Brenda, de 16 años, durmieron juntos. La familia vivía ahora en la Morelos, en una casa de un piso. El jueves por la mañana, Brenda, curiosa, preguntó: «¿Quién metió a trabajar a las chavas». Mario, molesto, la reprendió: «Niña, no preguntes, no te interesa». Volteó a ver su hermano y le dijo: «No la quiero ver aquí, llévatela».
En la noche, Raúl informó que Brenda había regresado a su casa. «Está bien, vayan por las chicas», ordenó Mario. Un par de horas después, sus hermanos regresaron con malas noticias: «carnal, va a haber bronca, la mamá de Brenda pasó a nuestro lado y nos escupió». La mujer limpiaba cuarterías en La Merced y su compadre era comandante en el MP de San Ciprián, ahí en La Merced. Para justificar sus días de ausencia en casa, Brenda afirmó que Mario la secuestró y violó. También lo acusó de prostituir a mujeres.
Luego de su detención, los judiciales llevaron a Mario a San Ciprián y lo torturaron para que confesara a cuántas jóvenes padroteaba. «¡Soy comerciante!», afirmó él una y otra vez. «¿Quieres hablar o le pregunto a tu mamá?». Cuando el policía realizó la pregunta, Mario vio llegar a Esperanza y a sus hermanos, esposados. Al llegar a buscarlo a la delegación, Brenda los acusó de ser cómplices.
Esperanza se percató de las actividades de sus hijos tiempo atrás. Ya retirada de la prostitución, se había mudado también a la Morelos, a un departamento cercano. Después de entregar a Mario las ganancias del día, las sexoservidoras cenaban los alimentos que Esperanza preparaba. «¿Cómo está, suegra?», la saludaban. «Échenle muchas ganas, hijas», les aconsejaba.
«Yo ya era un cocainómano, quería más y más dinero. Si mis hermanas hubieran crecido a mi lado, imagino que las habría prostituido», indica Mario. Cuando se efectuó el operativo, ellas tenían 12 y 14 años y fueron albergadas en un DIF.
Los hermanos fueron trasladados al reclusorio Oriente. A Mario lo acusaron de seis delitos: violación, secuestro, intento de corrupción de menores, corrupción de menores, asociación delictuosa y lenocinio. Una prueba de polígrafo determinó que Brenda no decía la verdad por completo. A Mario le restaron los primeros tres delitos.
Las autoridades encontraron sólo a dos de las chicas padroteadas, ambas menores de edad. Mario había utilizado la misma fórmula con ellas: primero las sedujo y después las convenció. En el interrogatorio, una declaró: «nadie me padrotea, Mario es mi esposo». Al confrontarlas, descubrieron que prostituía a ambas y denunciaron.
La sentencia por lenocinio fue de año y medio. A esa cifra se agregaron las condenas por los dos delitos restantes. El 31 de diciembre de 2003 el fallo para los tres hermanos y su mamá fue de 18 años 10 meses y 15 días. El delito de corrupción de menores procedió porque Mario convenció a Fredy, adolescente entonces, de prostituir a la joven con la que vivía, menor también. La muchacha confesó: «mi esposo es mi padrote, pero Mario me metió en esto». Fredy admitió que su hermano mayor lo introdujo al negocio y recibió una condena de tres años y medios en un tutelar de menores. Al salir, se alejó de su familia.
En la banca del Jardín San Pablo, el exdelincuente guarda silencio durante varios segundos.
—¿Cuántas chicas fueron en total?
—Si te dijeron que fueron arriba de diez, ¿sería suficiente?
—¿Diez?
—Fueron muchas, no sé el número. No a todas enamoraba —dice Mario y cambia el tema—, a veces las amenazaba, otras las convencía.
—¿La mayoría eran menores de edad?
—Menores y mayores. Las menores son más vulnerables. No escogíamos, aprovechábamos cualquier oportunidad. Si le gustábamos a una, bastaba. Mi negocio comenzó más o menos en el 2000. Fueron casi cuatro años.
—Sí fueron decenas de mujeres, ¿no?
Mario asienta y baja la cabeza.
MEJOR ME QUEDO CALLADO
Alguien le dijo una vez: «nunca te enamores de una prostituta». Y él siguió el consejo. «Procuré nunca encariñarme. Si una se iba, me sentía un poco triste y se me pasaba cuando llegaba otra. Pero el malestar era por el dinero que representaba, más bien».
Los remordimientos por sus actividades de entonces, jura, eran una constante, pues, además de explotarlas sexualmente, Mario violaba y golpeaba a sus víctimas cuando se rehusaban a tener relaciones sexuales con él. Pero al recibir los miles de pesos en las noches, se olvidaba de todo. «El perdón no soluciona nada. El perdón es para mí. Pude saldar cuentas conmigo. Ante la sociedad pagué, no le debo a nadie», indica, con la misma voz relajada del principio. Sabe que si otras mujeres lo hubieran denunciado, la condena habría sido mucho mayor. «La trata de personas no se consideraba. Hoy, las sentencias son enormes», explica, con cierto tono de alivio.
Mario alegó tortura y apeló el veredicto. Las modificaciones a la ley de corrupción de menores disminuyeron el fallo. El delito de trata de blancas se derogó y cambió a trata de personas. Como fueron sentenciados por el primero, la condena final fue de 11 años 11 meses. Los cuatro salieron del reclusorio casi al mismo tiempo, hace un año.
Casi tres horas después de nuestro encuentro, los faroles del Jardín San Pablo se encienden. Algunas personas charlan a nuestro alrededor. «El 80 por ciento de las mujeres de La Merced son víctimas de trata», afirma Mario, quien hoy imparte conferencias en las que explica en qué consiste el delito.
—¿Conociste a muchos tratantes en ese momento?
—Muchos. Podías hacer negocio si tenías los contactos, las agallas y el dinero para sobornar.
—¿Cuál era la edad de las mujeres más jóvenes que prostituiste?
—16 años.
—En La Merced, ¿hay niñas de 12, 13 años?
—No, ese es otro tipo de mercado y se consigue en otro lado.
—¿En dónde?
—En esta época, en las redes sociales, niños desde dos hasta 12, 13 años. En aquel entonces, necesitabas conocer al amigo del amigo del amigo. Si alguien preguntaba: «¿dónde consigo a una niñita?», era enviado a lugares específicos. Uno era Garibaldi. Era preciso preguntar, ser muy astuto.
—¿Cómo funciona en las redes sociales?
—Mejor me quedo callado, eso no lo puedo decir.
—¿Por qué?
—Porque no me involucré y ya no me dedico a la trata. Lo sé porque en la cárcel aprendes mil cosas. Mira, ahora me siento en paz, leo la Biblia. Lo que debo hacer es no regresar.
—¿En algún momento pensaste en volver a lo mismo?
Mario calla. Segundos después cuenta que, al salir de la cárcel, se encontró con un viejo conocido, un extratante, quien le ofreció reanudar el negocio en Veracruz. Él se negó. «¿Qué, ya no te dedicas a esto?», preguntó el sujeto, asombrado. Para no abundar en el tema, Mario respondió: «ahorita estoy descansando».
—¿No hay ninguna tentación? —insisto.
—Cuando salí de la cárcel no tenía trabajo ni dinero para comer. Y no lo hice. Está sepultado.
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