Los ataques con ácido crecen en México, un delito que afecta principalmente a mujeres. La historia de esta joven de 23 años prende alertas.
HuffPost México inaugura con este reportaje la serie #MujeresEnGuardia que aborda distintas formas de violencia de género. En esta primera entrega publicamos la historia de Helena, blanco de un ataque con ácido.
La noche del 12 de noviembre de 2018, Helena Saldaña Aguilar creyó que moriría en la entrada de su casa en la alcaldía Iztacalco, al oriente de Ciudad de México. Un ardor incontrolable le carcomía la cara, el pecho y los brazos. La piel de la joven de 23 años se deshacía con la misma fragilidad que tiene el plástico sobre el fuego y el escozor se metía hacia sus músculos y huesos. Mientras gritaba con toda la potencia de su voz, alcanzó a ver que la sustancia que la quemaba había salpicado sus llaves y el metal estaba burbujeando. «Si eso le está pasando al acero, ¿qué está pasando en mi rostro?», pensó.
Momentos antes, era un lunes normal. Helena se levantó con el amanecer, hizo su rutina en el gimnasio de siempre, fue a su trabajo, después a clases en la universidad y dio por terminado el día. Manejó unos 20 minutos hasta el portón de su calle y estacionó el auto frente a su casa. Tomó su bolsa, ropa, papeles del trabajo, las llaves de la puerta principal y, para tener las manos libres, se puso un chaleco rojo para no tener que cargarlo.
Entonces, apareció ella. Una aparentemente inofensiva vendedora de gelatinas que esperó a que Helena bajara de su auto para ofrecerle insistentemente un postre. «Por favor, cómpreme una, vea todas las que traigo», repetía la mujer delgada y de mediana estatua, cada vez que Helena le decía que no, que muchas gracias, que ojalá terminara pronto sus ventas porque ya eran casi las 8 de la noche.
Cuando Helena abrió la puerta, Mila, su golden retriever, salió disparada. Se plantó entre ambas y gruñó a aquella joven. Nunca, en sus dos años de vida, había mostrado los dientes a alguien y se había erizado de ese modo. La falsa vendedora se desconcentró y dio unos pasos hacia atrás creyendo que Mila la atacaría. Cuando supo que ya no podría acercarse más a Helena, le aventó un recipiente abierto que escondía en la bolsa donde supuestamente guardaba gelatinas.
Un líquido incoloro que salió disparado y abofeteó el cuerpo de la joven. Era un ataque con ácido. Un tipo de agresión extrema que rara vez busca terminar con una vida. Lo que busca es que la vida se vuelva un tormento continuo hasta la muerte. Los perpetradores siempre se acercan tanto a sus víctimas que podrían dispararles con un arma de fuego o herirlas fatalmente con un arma blanca, pero ese no es el objetivo. La idea es causar un intenso dolor y desfigurar el rostro.
Inmediatamente, un intensísimo ardor recorrió el cuerpo de Helena. «Como si te consumieras por dentro o tus poros se cerraran llevándose tu piel… como si te derritieras, pero sin fuego», intenta describir Helena. El dolor la hizo caer al piso y ahí vio que las llaves de su casa se consumían como un caracol con sal. «Me estoy muriendo», pensó, mientras sentía que la mitad de su rostro se achicharraba.
Giró y, para su sorpresa, la falsa vendedora seguía ahí. A pesar de los gritos de Helena que comenzaban a llamar la atención de los vecinos, ella no se había movido y la miraba fijamente. Entonces, Helena distinguió con terror algo en la mano de su atacante.
Aquella señora cargaba con un segundo recipiente.
Quienes conocen a Helena suelen usar tres adjetivos para describirla: activa, feliz y responsable. Tiene energía suficiente para dormir poco y hacer mucho. Por las mañanas era una empleada trabajadora; por las tardes, una dedicada estudiante y en sus tiempos libres es una amiga leal que disfruta pasar tiempo con su familia.
La tarde que me ha invitado a conocerla personalmente, su tía es quien abre la puerta. Desde el ataque, a Helena no le puede dar el sol directamente y este viernes el calor alcanza los 28 grados. Ahora, la mayor parte de sus días los pasa en la cocina, la sala o su recámara. Para alguien tan vital como ella, el encierro es, a ratos, insoportable, pero necesario para su recuperación.
«¡Bienvenido! ¡Qué bueno que llegaste!», saluda Helena, a quien ni siquiera los parches de gel, las vendas, las marcas en la piel y una cápsula de plástico en el ojo, le quitan un rostro indiscutiblemente bonito. Cuesta trabajo creer que el ataque ocurrió hace menos de cuatro meses: tiene el ánimo de una sobreviviente, no de una víctima.
«Yo no quiero venganza. Mi energía está enfocada en recuperar mi ojo derecho. Eso quiero: volver a ver con ese ojo, pero si no se puede, está bien. Lo aceptaré», cuenta.
Sentada en el sillón de su sala, Helena recuerda ese día con una memoria excepcional: cuando vio a la falsa vendedora sosteniendo un segundo recipiente, cerró los ojos, sintió el persistente ardor y pensó, en un microsegundo, «esto es ácido». Inmediatamente, se imaginó a esa señora parada junto a ella y vertiendo el resto del líquido como si fuera acero fundido. Pero el ardor no aumentó. Cuando abrió los ojos, pudo ver a la falsa vendedora desisitir de hacerle más daño y huir con un hombre que usaba un cubrebocas y que la esperaba a lo lejos.
Helena se imaginó muerta ahí mismo. En minutos, creyó, mi cuerpo no aguantará esto y mi vida habrá terminado. Pero la idea de que su abuela de 80 años —quien dos semanas antes había tenido complicaciones cardiacas— encontrara el cuerpo de su nieta en la puerta de su casa le pareció más insoportable que el ácido. Su abuela podría morir de un infarto. Así que eligió vivir: acumuló fuerzas y entró tambaleando a su casa luchando por no desmayarse.
La abuela corrió hacia el baño de la planta baja detrás de Helena, cuando escuchó a su nieta gritar frente al lavabo y la vio aventarse agua frenéticamente. No le importó quemar sus propias manos con tal de empaparla para neutralizar el ácido. El abuelo también corrió, descalzo, hacia ellas y en el pasillo se le deshicieron los calcetines cuando pisó el líquido que escurría de la cara de Helena.
«Fue hasta entonces, ya estaba empapada frente al espejo del baño, que vi por primera vez todo el daño causado: tenía la oreja derecha negra, como carbonizada, la frente con los músculos expuestos, los labios blancos como si me hubiera untado crema, el cutis verde, el cuello café, los brazos y piernas rojas… La cara ya la tenía deforme, muy, muy hinchada».
Dos certezas más la golpearon: ya no tenía visión en el ojo derecho y si no llegaba pronto a un hospital, el daño se extendería.
Los ataques con ácido en México no tienen cifras oficiales. Tienen, apenas, espacios en las secciones de nota roja de algunos medios locales. Pero una búsqueda hemerográfica da cuenta de que es un crimen en expansión y que ha pasado desapercibido frente a otras expresiones de violencia extrema que utiliza el crimen organizado. Por ejemplo, veinte días después del ataque a Helena, dos mujeres, madre e hija de 43 y 24 años, fueron el blanco de un hombre que les arrojó ácido en la cara en Cuautlancinango, Puebla. Y nueve meses antes, el cuerpo de Kenny Finol, una escort de 26 años, fue hallado en Ecatepec, Estado de México, con el rostro carcomido por el ácido que le aventó su asesino.
A raíz de su ataque, Helena conoció los casos de tres mujeres mexicanas que recientemente fueron heridas gravemente con ácido: una vive en Toluca, otra en Puebla y una más en una ciudad que no puede revelar. Está casi segura que ninguno de esos casos llegó a los medios de comunicación ni ante las autoridades. El Sistema Nacional de Seguridad Pública, que publica estadísticas mensuales de delitos en los estados, no tiene un apartado para este delito. Es como si no existiera.
Sin embargo, ocurre con más frecuencia de lo que se cree. Cada año, se registran unos mil 500 ataques con ácido en el mundo y eso es solo el 40% de los casos que sí se denuncian con la policía, según la asociación Acid Surviviors Trust International (ASTI). La mayoría ocurre en países en vías de desarrollo, como Bangladesh o India, Colombia o Haití, aunque también pasa en Inglaterra o Estados Unidos.
Los primeros registros de estos ataques están fechados durante los años 1700, cuando Europa vivió la Revolución Industrial y distintos tipos de ácidos se producían en masa para las fábricas. Los obreros de aquella época descubrieron que ese líquido fácil de conseguir y barato podía hacer un daño inmenso a los seres humanos con pocas cantidades. No se requería permiso para transportar y un ataque sorpresivo aturde tanto a la víctima que da tiempo para huir y no ser capturado. El crimen perfecto.
Cientos o miles de víctimas sufrieron sin la mayor atención de las autoridades. Fue hasta 1916 que un ataque con ácido acaparó la atención de las masas: en aquel año, Camila Rybicka, una joven adinerada de Viena, Austria, se hartó de esperar que su novio, el príncipe Leopold Clement, le pidiera casarse con ella, así que le disparó a quemarropa en cinco ocasiones, derramó ácido sulfúrico sobre el rostro de su novio y usó la sexta bala para suicidarse.
Aquella doble muerte que sacudió a la realeza europea marcó tres características de los futuros ataques con ácido: los victimarios suelen ser gente cercana a las víctimas, los ataques ocurren a corta distancia y las motivaciones tienen que ver con un retorcido concepto del honor y la reputación del perpetrador.
Una cuarta característica evolucionó con el tiempo: este es un crimen que afecta desproporcionadamente a las mujeres, pues representan el 80% de la víctimas, de acuerdo con ASTI. El típico agresor es un novio celoso, un esposo que se siente engañado, un amigo furioso por el desaire romántico de una amiga o un compañero de trabajo que no soporta la idea de que otro hombre ocupe «su» lugar.
Entonces, los victimarios atacan, ya sea por mano propia o contratando a terceros, como pasó con Helena. Casi siempre la instrucción es apuntar a la cara. Los victimarios desfiguran para castigar y mandar un mensaje: joderé tu belleza para que nadie se enamore de ti, porque si yo no puedo tenerte, entonces nadie te tendrá.
Imagina esto: en este instante, mientras lees este texto, alguien te sorprende aventándote ácido en el rostro y el cuerpo. ¿Qué es lo que pasará contigo en los siguientes minutos?
El Indian Journal of Women and Social Change lo explica: en los primeros microsegundos solo sentirás como si alguien te mojara con una botella de agua, pero inmediatamente sabrás que algo terrible te está sucediendo cuando una creciente sensación de ardor envuelva tu cuerpo. En menos de cinco segundos, el ácido derretirá tu piel y comenzará a perforar hasta los huesos.
El líquido que ha caído a tu cara destruirá rápidamente tus glóbulos oculares, párpados, oídos, labios, nariz y boca. En el resto del cuerpo, las heridas superficiales te arderán más que las quemaduras profundas, porque tendrás calcinados los nervios cuando el ácido haya horadado tu piel. Todo eso sucederá mientras estás consciente. Probablemente te pasará lo que a muchas víctimas: la ayuda llegará a ti en unos minutos, tal vez en segundos, pero ya estarás llorando y agonizando.
Si tienes suerte, alguien te arrojará un galón de agua que neutralizará el ácido y cortará tu ropa para quitártela; si tienes mala suerte, alguien querrá barrer ese líquido corrosivo de tu piel con alguna tela, lo que solo causará más daños. Cuando hayas lavado el ácido, verás las consecuencias del ataque: la piel muerta, ennegrecida y con una textura pastosa.
A partir de ahí, tendrás tres posibles finales. El más improbable es que mueras por un paro respiratorio después de que inhalaste los vapores tóxicos del ácido y tus pulmones se hincharon. El segundo es que tus quemaduras sean tan extensas y profundas que los doctores tengan que amputar dedos o extremidades completas, independientemente de que puedas perder uno o dos ojos y la nariz. El tercero es que se te instalen cicatrices queloides en gran parte de tu cuerpo y tu imagen sufra una transformación irreversible. Como piel de mariposa.
De un momento a otro tendrás enfrente una enorme batalla que no has pedido ni mereces. Físicamente, deberás soportar dolorosas fisioterapias y un sinnúmero de cirugías. Socialmente, pondrás tu educación en pausa o abandonarás tu trabajo mientras recuperas tu salud, lo que afectará tu independencia y tus ingresos. Y mentalmente necesitarás terapia para sobrellevar la ansiedad, la depresión y la caída de autoestima a causa de las cicatrices. En resumen, te espera una larga y costosa pelea.
Ahora, imagina esto: todo esto te sucedió a los 23 años con toda la vida por delante. Te llamas Helena y necesitas de la generosidad de desconocidos para pagar por una cirugía que te salve el ojo derecho.
La ambulancia que llamaron los vecinos tardó más de 40 minutos en llegar. Demasiado tiempo perdido. Un tío de Helena llegó hasta ella con el acelerador al fondo y la llevó, junto con su abuela, a un hospital privado al sur de Ciudad de México. En cuanto llegó al área de Urgencias, la joven bajó del auto y corrió hasta los doctores. De inmediato, la ingresaron a una sala privada y la bañaron con agua salina.
«Para asegurarse que el ácido no siguiera activo y alojado dentro de mis fosas nasales o garganta, me aventaron con chorros de agua salada por la nariz y la boca. Imagínate: una hora antes te estás quemando y la siguiente te estás ahogando».
Los primeros tres días fueron un suplicio. Las imágenes que guarda la familia en sus teléfonos celulares dan cuenta de ese infierno: su piel tenía todos los tonos enfermos posibles, medio rostro estaba hinchado, el ojo derecho parecía una ampolla a punto de explotar y en lugar de frente tenía un cascarón amarillento que apenas le protegía el cerebro y que se extendía por una lado del cráneo sin cabello. Nadie hubiera adivinado que era la misma Helena que semanas antes posaba coqueta frente al espejo de su recámara con un vestido negro y blanco y unos zapatos verdes sin tacón.
«Cómo da vueltas la vida. Me daban terror las inyecciones, no dejaba que una aguja se acercara a mi. Pero esos días en el hospital yo suplicaba por más analgésicos, aunque fueran inyectados. Gritaba de dolor con cada curación».
Tras una semana hospitalizada, Helena fue dada de alta. El diagnóstico: quemaduras de segundo y tercer grado, además del ojo derecho perforado por apenas medio litro de ácido que los peritajes aún no determinan si fue clorhídrico o sulfúrico. Para encaminarse hacia su recuperación, ha soportado ya cinco cirugías de injertos de piel que han costado decenas de miles de pesos y que han evaporado los ahorros familiares.
Para lo que sigue necesitará unos 400 mil pesos que hoy no tiene: una reconstrucción de párpado y diferentes tratamientos quirúrgicos para intentar revertir su parcial ceguera. Para pagar por esa cirugía, la familia de Helena abrió una campaña en la página Donadora para que buenos samaritanos donen entre 100 y 500 pesos para los servicios médicos de la joven universitaria.
Al mismo tiempo, la mamá y un amigo de Helena, ambos abogados, llevan el caso judicial: una carpeta de investigación está abierta en la Procuraduría General de Justicia de la Ciudad de México contra los autores materiales y el autor intelectual del crimen. Por cuestiones legales, Helena no puede nombrar al principal sospechoso, pero asiente cuando le pregunto si el presunto responsable sería un conocido. Parece el típico caso de un ataque con ácido por venganza.
«Yo tengo paz interior. Sé que no le hice daño a nadie, que esto que me hicieron no es consecuencia de una mala acción mía. Y aunque hubiera cometido un error, esto no se le hace a nadie», reflexiona.
Helena repasa en su celular las imágenes de los primeros días en el hospital, demasiado gráficas como para publicarlas en internet. «Pero de esta me voy a levantar. A mi esto no me va a arruinar la vida. Con ayuda de mi familia, mis amigos y la gente, estoy segura que pronto volveré a estudiar y a trabajar».
El día que conversamos es la segunda tarde que se ha animado a usar aretes. También, tiene pintadas las uñas. Sobre las cicatrices del pecho ha colgado un discreto collar y se esforzó para que su sudadera combinara con un gorro que le cubre la frente magullada. El ácido le desbarató la piel, pero no el orgullo propio.
«Yo le pediría a todas las mujeres que están pasando por esto que no tengan miedo y denuncien. Esto no puede seguir pasando», dice, sin perder la sonrisa.
Posa para la cámara y muestra las cicatrices que tiene en el rostro. «Tampoco me obsesiona quitármelas. Ya son parte de mi historia», dice y enseña otra marca permanente en su piel, ahora en el brazo izquierdo, el que no recibió tanto daño. Un tatuaje que dice, en tinta negra, «Patience».
«Paciencia, paciencia. Todo va a estar bien», susurra Helena y vuelve a sonreír, confiada en que vendrán tiempos mejores.