Un libro. Cuatro entradas al cine. Un pantalón. Diez tazas de café. Media hora de terapia. Una botella de vino. Quince litros de gasolina. Dos kilogramos de carne de res. Son algunas cosas que pueden adquirirse por trescientos pesos en México.
Y esta suma, trescientos pesos, fue el primer salario mensual de Juanita como trabajadora del hogar. Tenía catorce años y solo conocía los campos donde sembraba maíz para comer, el humo del fogón en la casita de madera de sus padres y la vida sencilla en su comunidad habitada por doscientas familias tzeltales en los Altos de Chiapas.
Juanita mide menos de lo que aparenta, quizá crece en apariencia porque su figura esbelta se presenta noble, orgullosa. Su mirada castaña permite descubrir a una mujer segura, curiosa, fuerte. Morena como la tierra, posee una belleza notable.
Su infancia no fue diferente a la de miles de mujeres rurales mexicanas. El hambre, la miseria y la falta de oportunidades en su lugar de origen la alejaron de los rostros conocidos. Arrancada a la fuerza de su tierra llegó a la intercultural San Cristóbal de Las Casas para realizar uno de los oficios más populares y arraigados entre niñas, adolescentes y jóvenes indígenas de la región: limpiar casas ajenas.
“No tuve de otra. En mi comunidad no tenía que comer. Si había frijol comíamos y si no, pues nos tocaba aguantarnos. Es normal que no haya que comer ahí”, recuerda Juanita.
Chiapas es uno de los tres estados con mayor pobreza en México. Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2018 ocupa el último lugar en ingreso corriente promedio con un estimado trimestral de 26 mil 510 pesos por hogar. La Ciudad de México por su parte encabeza la lista con 79 mil 085 pesos.
De los 5 millones 217 mil 908 habitantes en Chiapas, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía estima que poco más de la cuarta parte se comunica en alguna lengua indígena. En México, país latinoamericano con más hispanohablantes en el mundo, de cada cien personas que reconocen hablar algún idioma originario, catorce no saben español. La lengua materna de Juanita es el tzeltal, que tiene el mayor número de hablantes autóctonos en la entidad.
“Cuando llegué a San Cristóbal no sabía español, tuve que aprenderlo. Tenía miedo, la ciudad es muy grande y no conocía a nadie, extrañaba mi casa y mi familia, pero me acostumbré”.
Ser mujer, pobre, menor de edad, indígena y monolingüe puede ser sinónimo de infortunio en México. La vulnerabilidad en la que se encuentran quienes combinan estas características las expone, casi de facto, a ser víctimas de discriminación, explotación y violencia cuando se ven forzadas a emigrar de zonas rurales a contextos urbanos para trabajar e intentar mejorar su calidad de vida o apoyar la economía familiar. Así, les quedan reservadas ciertas tareas ingratas dentro de la función social.
En 2015, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación publicó un estudio realizado con trabajadoras del hogar. 81 por ciento indicó que desempeña el oficio por necesidad económica, falta de oportunidades, bajo nivel educativo o pobreza y marginación. Además, 36 por ciento comenzó a laborar cuando era menor de edad y 21 por ciento tenía entre diez y quince años al obtener su primer empleo.
En 2019, la Comisión Económica para la América Latina y el Caribe estimó en un informe que 2 millones 217 mil 648 niños, niñas y adolescentes trabajan en México (principalmente en Chiapas, Oaxaca y Guerrero). El país ocupa el segundo lugar de trabajo infantil en la región.
Por su parte, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), calcula que 17.2 millones de niños −67.1% mujeres− realizan trabajo doméstico con o sin remuneración en la casa de un empleador o tercero.
Cuando Juanita emigró tenía catorce años y no contaba con la edad mínima para laborar en México. La Ley Federal del Trabajo prohíbe el empleo en menores de quince años y establece multas y penas de hasta cuatro años de cárcel para quienes infrinjan esta disposición. No obstante, muchos empleadores −la mayoría mujeres− observan la conveniencia de contratarlos, transgrediendo también la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes que contempla el principio del interés superior de la niñez.
“Siempre tuvimos criadas en la casa, todas indígenas. Mi mamá buscaba niñas para hacerlas a su modo porque son más obedientes, menos maleadas y se encariñan con uno. Yo no he tenido suerte, varias me han dejado por el novio o por otro trabajo. Encontrar una nueva muchacha es difícil, hay que enseñarle lo que debe hacer y no conoces sus mañas”, comparte Amada, ama de casa.
En su momento, siendo casi una niña, Juanita fue recomendada por un pariente y la contrataron de inmediato. A temprana edad se independizó de sus padres y su alcoholismo, problema socio-económico, intercultural y de salud pública en México.
La Consulta sobre Alcoholismo y Pueblos Indígenas de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, sugiere la posibilidad que, en lugares con presencia indígena mueran cuatro veces más personas por enfermedades relacionadas al alcohol respecto al promedio del país.
“Mis papás eran personas tranquilas pero cambiaban cuando tomaban y se enojaban por todo. A mis dos hermanas y a mí nos insultaban y pegaban con palos. No aguanté más, eso también me hizo salirme de ahí”.
Sean niñas, adolescentes o adultas, muchas mujeres indígenas, mestizas o afrodescendientes huyen de sus entornos y, a causa de su pobreza y desinformación, pueden verse obligadas a trabajar sin remuneración justa y trato digno.
En su primer empleo, Juanita cobró trescientos pesos mensuales. Jamás había tenido tal cantidad en sus manos.
“Creí que el pago era normal. Trabajaba de lunes a domingo sin descanso y dormía en una colchoneta al lado de la sala. Duré tres meses porque me buscaron de otra casa donde pagaban más. La nueva patrona me daba quinientos pesos al mes. Me quedé de planta en un cuarto chiquito. Trabajaba toda la semana sin días libres. Empezaba a las seis de la mañana, en la tarde me daba permiso de irme a la escuela porque me quedé hasta cuarto de primaria y en la noche regresaba a lavar trastes y hacer tarea. Me dormía a las doce y al otro día era lo mismo. Descansaba cada tres meses cuando iba dos días a visitar a mi mamá”.
Ella tenía nuevo empleo, pero volvió a colocarse sin condiciones favorables ni garantías de trabajo decente como un contrato, jornada establecida, días de descanso, salario justo, prestaciones, seguridad social, seguro médico o sistema de pensiones y retiro.
México ha carecido de una regulación contundente para garantizar condiciones justas y dignas en el trabajo del hogar. Para revertir la tendencia, con voluntad política y cooperación ciudadana, podría ser útil la reciente ratificación del Convenio 189 de la OIT para proteger el empleo doméstico, acontecida en diciembre pasado en el Senado de la República. Así, el Estado mexicano se compromete a garantizar, defender y promover los derechos laborales de unos 2.4 millones de trabajadores del hogar –90% mujeres–, según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo 2017.
La situación actual del rubro impone superar enormes retos sociales, culturales, políticos y económicos que conlleven al cambio de paradigmas hacia la reivindicación de los derechos humanos y laborales de las trabajadoras del hogar.
Juanita permaneció cinco años en su segundo empleo y jamás tuvo un aumento. En sesenta meses percibió treinta mil pesos en total. “No hacía nada con mi dinero, a veces me lo gastaba al otro día de cobrar. Si me faltaban zapatos se iba todo en eso y me quedaba sin nada. No me alcanzaba para mandarle algo a mi familia. Quería hacer más por ellos pero al menos dejé de ser una carga”.
Este caso no es extraordinario. La Secretaría del Trabajo y Previsión Social reveló en 2016 que 36 por ciento de las trabajadoras del hogar perciben menos del salario mínimo, fijado en 102.68 pesos diarios por una jornada de ocho horas.
El trabajo doméstico con muy baja o nula remuneración, o en proporción desigual en relación a las tareas exigidas puede trascender a la esclavitud moderna, la explotación y la trata de personas.
De acuerdo a datos publicados por Polaris –organización de la sociedad civil estadounidense sin fines de lucro, enfocada en combatir y erradicar la trata–, en América del Norte, México es el país con mayor número de víctimas de este delito. La inmensa mayoría no es detectada. Su situación e infortunio permanecen invisibles al pasar desapercibidos en la cotidianidad.
Carente de una cifra rotunda de trabajadores forzosos y víctimas de trata de personas en el empleo doméstico, la OIT observa el desamparo y vulnerabilidad de las trabajadores del hogar al estar aisladas en el desempeño de sus labores, quedar inmersas en relaciones de poder desiguales y enfrentar discriminación, maltratos o humillaciones. También enfatiza la situación de menores de edad que realizan quehaceres como siervos o servidumbre, en condiciones de explotación −incluso extrema o forzada−, en situaciones peligrosas o cercanas a la esclavitud o trata.
Sin romantizar o estigmatizar la pobreza ni las condiciones sociales, existen quienes por razones económicas, históricas o culturales sufren más dentro de la estratificación social.
En un entorno reservado, casi invisibles ante la mirada pública, las trabajadoras del hogar −a veces desde temprana edad− son susceptibles a sufrir daños en su integridad y necesitan protección ante posibles riesgos, abusos, maltratos y violencia.
Desarraigada, aislada, sin una red de apoyo y desamparada, en su segundo empleo Juanita no solo padeció explotación laboral; en un sofocante silencio fue víctima de violación sexual.
“El hijo de mis patrones abusó de mí. Era mayor que yo. Cuando me violó la primera vez yo era una niña, tenía catorce y no sabía nada de las relaciones
[sexuales]
. Nunca me preguntó si yo quería, me obligó por la fuerza y me amenazó para que no dijera nada. No le conté a nadie, no tenía a donde ir. Pensé que me enamoré de él, luego sentí miedo y mucha culpa y vergüenza. Después de dos años dejó de lastimarme y no me volvió a tocar; tal vez se aburrió de mí o ya molestaba a otra. Esa fue la peor casa donde trabajé”.
Mary Goldsmith, investigadora en la materia, señala que por las condiciones laborales específicas del servicio doméstico, el manejo del acoso sexual es más difícil que en otras ocupaciones. Asimismo, la trabajadora que rechaza o denuncia a su patrón es amenazada con ser despedida o acusada de robo.
A sus diecinueve años, Juanita concluyó la secundaria. Sin reconocimiento ni posibilidad de superación, violentada, con jornadas agotadoras y un salario insuficiente para atender sus necesidades más básicas, renunció al trabajo donde transcurrió un cuarto de su vida. Tomó la decisión motivada por un joven tsotsil al que comenzó a frecuentar.
“Cuando me presentaron a Mario desconfié de él por lo que me había pasado, pero nos hicimos amigos y luego novios. Le conté lo que me hizo el hijo de mis patrones, me convenció que no era mi culpa y me ayudó a salir de ahí. Fui a vivir con él, dejé de trabajar y tuvimos a nuestra hija Fátima; después nos casamos. Es un hombre muy bueno, trabajador y sin vicios que me enseñó a vivir en paz. Ya casi no pienso en lo que viví, todavía me cuesta hablar de eso, pero ahora entiendo que yo fui la víctima”.
Hoy Juanita se abre paso erguida. Algo hay en su mirada que revela un rastro de dolor. Ha sufrido como muchas −ojalá fueran pocas−, pero se ha hecho fuerte, resiliente. El trauma no la paralizó y encuentra motivación en su familia.
“Regresé a trabajar, así mi esposo y yo damos una mejor vida a nuestra hija y queremos que vaya a la universidad. Tampoco nos olvidamos de nuestra gente, tratamos de ahorrar algo para llevar despensa y cositas a nuestras comunidades cuando vamos a visitar. Aunque somos pobres siempre podemos ayudar”.
También se enfoca en las trabajadoras del hogar.
“Trato de acomodar a otras muchachas donde les paguen bien y no las maltraten. Recomiendo que no vivan con sus patrones porque si estás de planta trabajas mucho más, todo el tiempo estás haciendo algo y a veces pagan menos. Deberíamos tener mejor comida y un descanso, mínimo los domingos. No por ser indígenas o trabajadoras domésticas nos deben tener más abajo que ellos ni nos deben humillar”.
En una práctica perpetuada por generaciones, Mary Goldsmith anota que el servicio doméstico ha sido uno de los principales empleos para las mujeres en México. Sin embargo, han recibido salarios precarios por debajo de la ley, combinando pagos en efectivo y especie, como casa y comida. Además enfrentan discriminación social, la desvalorización de sus quehaceres, condiciones laborales adversas y obstáculos para organizarse y defender sus derechos.
“A mí sí me gusta limpiar y hago lo mejor que puedo. Ya decido donde trabajar, a qué hora, con quiénes. Me siento con más libertad. Me molesta cuando a otras les pagan menos porque ahora entiendo que como mujeres y trabajadoras tenemos derechos y muchas no los conocemos”.
Juanita labora ocho horas al día y optó por tener diferentes empleadores. No obstante, aún no le son garantizados sus derechos laborales. Su realidad es la de casi todas las trabajadoras del hogar en México. La Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017 indica que solo 2 por ciento de ellas cuentan con un contrato y 87.7 por ciento no tiene prestaciones. Además 57.1 por ciento cree que sus derechos se respetan poco o nada, 32 por ciento declara que se desenvuelven entre malas condiciones laborales y 91.8 por ciento considera que su trabajo es poco valorado por la mayoría de la gente.
“Los patrones se creen un poquito superiores a nosotras porque somos indígenas y a veces no sabemos hablar español. Por la clase, muchos nos ven como si fuéramos menos, pero debe haber igualdad, buen trato y respeto”.
Confinadas a la miseria material, la mayoría de las trabajadoras del hogar viven en el limbo social. Están relegadas a la servidumbre. Así son vistas, así son tratadas. Muchas simbolizan la dignidad infravalorada de limpiar y servir en un país que no supera el racismo y clasismo, la desigualdad social, la discriminación estructural y la brecha de género. Con mucho esfuerzo y carácter, Juanita ha logrado su independencia económica. Es una experta veterana en el trabajo del hogar.
“Cuando una no sabe de sus derechos no reclama, piensa que todo está bien y que no pasa nada, pero nunca hay que dejarse. Aguantas de todo solo por tener techo y comida. Hay que tener valor para hablar y ganar lo justo. Si valoran tu trabajo te pagan lo que pides, si no, es mejor buscar otro lado. Ahora cobro mínimo tres mil pesos al mes, pero me acuerdo cuando ganaba trescientos y siento un montón de coraje. Muchas seguimos trabajando prácticamente de a gratis, por casi nada y no es justo”.