Las hojas del calendario largamente infamado por la sangre de cientos de mujeres rotas a lo largo de la historia rememoran una vez más el trágico 25 de noviembre de 1960, cuando un comando de la policía militar secreta dominicana ejecutó con brutal ensañamiento a las hermanas Minerva, Patria Mercedes y María Teresa Mirabal, activistas opositoras al eternizado régimen del dictador Rafael Leónidas Trujillo.
Símbolo de lucha en favor de los derechos humanos, el efecto mariposa de Minerva –quien utilizó el emblema alado y libertario de la crisálida como distintivo de su tarea de resistencia en la clandestinidad–, eclosionó en 1981, durante el primer Encuentro Feminista de Latinoamérica y el Caribe efectuado en Bogotá, Colombia, donde se propuso signar la fecha de muerte de las Mirabal como el momento para patentizar la contienda contra la violencia de género.
Reivindicado en 1999 por la Asamblea de las Naciones Unidas como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, distintos movimientos continúan fieles a su empeño igualitario y pacificador en el continente y el mundo.
En México, decenas de colectivos se suman como cada año a la conmemoración, aunque en el país las mujeres lidian diariamente con la propia data doméstica.
Y es que a 26 años de distancia –desde que empezaron a contarse uno a uno los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez–, los crímenes de género continúan en aumento y los cadáveres esparcidos a partir de entonces y a lo largo del nuevo milenio, se apilan día tras día en todo el país, sin atisbo de tregua inminente.
El ensañamiento viene de muy lejos, pero a partir de 1993, cuando fueron hallados en aquella entidad fronteriza los cadáveres de Alma Chavira Farel, de 13 años, y de Angélica Luna Villalobos, de 16, la penumbra de la infamia se ha extendido como ráfaga por todos los rincones del territorio nacional.
Una crisis de seis lustros, recrudecida un par de sexenios atrás da cuenta de ello. En 2018 se registraron en México 3 mil 752 defunciones de mujeres por homicidios intencionales, el más alto registrado en 29 años, de 1990 a la fecha, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).
En su recuento coincidente, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad pública y la Organización de Naciones Unidas (ONU) advierten que, cada día pierden la vida 10 mujeres en homicidios de odio y cada cuatro minutos una es agredida sexualmente en promedio. Hasta ahora no se vislumbran tendencias alentadoras para revertir los signos de la ferocidad imperante.
Los feminicidios son el eslabón más temible de una larga cadena de variados y múltiples rostros de la violencia que se cierne impunemente sobre las mujeres. En América Latina, México es considerado como uno de los países pioneros en la lucha feminista contra los crímenes de género y, sin embargo, el número de asesinatos no se detiene.
A raíz del osado surgimiento de los primeros colectivos femeninos en Chihuahua, se han sumado desde entonces decenas de organizaciones, voces y marchas, pero la persistencia feminicida y las agresiones no cejan en su acometido.
El desprecio, la humillación, el maltrato físico y emocional, la desigualdad, las vejaciones y abusos sexuales son hechos cotidianos que –aún hoy–, intentan ser silenciados.
Ante estos lances, persiste el eco de voces que reclama la indolencia de un país encumbrado como abrevadero a perpetuidad de la barbarie que se ejerce cotidianamente en contra de niñas y mujeres. En los cinturones urbanos, las entrañas de la selva o las calles de la ciudad de México continúan replicándose las protestas con vigorosa tenacidad.
El gobierno actual enfrenta en su primer año múltiples y renovadas formas de concebir las manifestaciones feministas y en estos tiempos aciagos entre cada protesta se suman más mujeres a la interminable lista luctuosa con la que el país camina a cuestas.
En fidelidad a los reclamos recientes, un breve recuento:
El 14 de noviembre pasado, un grupo de estudiantes encabezado por alumnas de la Fes-Cuautitlán realizó una marcha que partió del Parque de la Bombilla hacia la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para denunciar acoso y violencia de género en sus planteles. Después de su arribo pacífico a la Torre de Rectoría, en un afán por acallar las demandas, encapuchados aprovecharon el momento para boicotear los reclamos feministas al prender fuego a las puertas del edificio, mancillar una bandera nacional, dañar un mural histórico de David Alfaro Siqueiros y saquear la librería Henrique González Casanova.
Apenas una semana antes se suscitó otro incidente en instalaciones de la misma UNAM, cuando jóvenes de Filosofía y Letras marcharon desde su plantel hacia la zona conocida como Las Islas, en protesta por el asedio implacable que padecen cotidianamente las mujeres en esa facultad. A su paso por el edificio de Ingeniería, fueron agredidas verbalmente e incluso, en una actitud de barbarie– que ejemplifica a cabalidad la violencia estructural sobre la población femenina–, hubo alumnos que lanzaron piedras sobre el contingente.
Al choque agresivo y pedestre siguieron pintas y destrozos en instalaciones de ambas facultades que concluyeron con comunicados de autoridades universitarias condenando únicamente los daños materiales ocasionados por las marchistas.
Al inicio de noviembre, en el marco de la conmemoración religiosa por el Día de Todos los Santos, colectivos feministas colocaron– en la escalinata del demandado Ángel de la Independencia–, más de 120 cruces con los nombres de mujeres víctimas de crímenes de género, a las que bendijo el padre Alejandro Solalinde en acto simbólico, antes del inicio de su caminata hacia el Zócalo de la ciudad de México, convertido en improvisado panteón a consecuencia de abrumadores feminicidios.
Un día después, en la cuarta Marcha de las Catrinas, Las del Aquelarre caminaron del Monumento a la Revolución al Palacio de Bellas Artes en memoria de las mujeres muertas y en demanda de justicia para honrarlas.
Durante la protesta más extrema de las últimas fechas, decenas de mujeres provenientes de la zona conurbada del estado de México, envolvieron sus rostros y cuerpos en bolsas plásticas hasta quedar sin aliento, a un paso de la asfixia. El auto flagelo, símbolo de la desesperación y el desasosiego con el que cientos de mujeres coexisten día tras día, ocurrió el pasado 6 de octubre en la explanada de la alcaldía de Ecatepec, el ayuntamiento mexiquense que encabeza el aciago listado de feminicidios a nivel nacional.
No fue la única manifestación reciente. El 30 de agosto y el 6 de septiembre anteriores, diversas organizaciones marcharon del ruinoso Puente de fierro de Gustave Eiffel hasta las puertas del ayuntamiento de Ecatepec, en busca de una disculpa pública de las autoridades mexiquenses por los actos y omisiones cometidos en contra de los derechos humanos de la población femenina; en apremio a los servidores responsables para detener la narrativa de violencia y en demanda de la creación de un memorial de víctimas en la colonia Jardines de Morelos, en cuyo suelo exuda hedor cotidiano de muerte.
En la ciudad de México, jóvenes reunidas bajo el cáustico lema de “Terremoto feminista” desafiaron, el 19 de septiembre último, la doble data luctuosa de los sismos trágicos que estremecieron al país– al aventurarse otra vez por calles capitalinas hasta la glorieta del Ángel embozado y herido–, en marcha reivindicativa por la apropiación de la violencia, hasta hoy profesada en plenitud por consenso patriarcal.
Ningún argumento tan contundente en su andar, como la urgencia del resguardo de la vida de jóvenes y niñas ante el desprecio, el salvajismo y la antifémina brutalidad endémica que carcome al país.
En Antítesis, el domingo 8 de ese mismo mes, una protesta más, pero desprovista de estridencia y rosados afeites emprendió peregrinación por la avenida Reforma bajo un riguroso voto de silencio, en recuerdo de las miles de mujeres desaparecidas y masacradas en territorio nacional.
Con metafórico guiño al simbólico obelisco independentista –convertido en referente sobrecogedor del espejo mortuorio en que hace décadas nos miramos estupefactos–, el movimiento silencioso partió del Ángel mancillado rumbo al Zócalo, eterno destinatario de la protesta social.
Bajo el sino repetido de prolongadas travesías por la desolación y el sobresalto, las promotoras de la protesta decidieron despojarse de cualquier armamento improvisado y optaron por enclaustrar el sonido estrepitoso de voces irritadas, mostrando con ello que la fuerza del silencio es tan elocuente como el de las otras expresiones que surgen del hartazgo impotente y se manifiestan en contra de la pertinaz barbarie feminicida.
En el entorno sigue presente la marcha de la ruptura del 16 de agosto pasado, en la que cientos de mujeres, la mayoría jóvenes, sucesoras de movimientos feministas fragmentados en el tiempo, concentraron la atención de sociedad y autoridades al irrumpir en las calles de la metrópoli con un renovado aliento de radicalización que permeo en el ánimo comunal y se sobrepuso a la indiferencia oficialista que observamos transcurrir durante décadas de implacables embates.
El eco resonó con igual contundencia en el Caracol Torbellino, de la zona chiapaneca Tzots Choj, en la comunidad zapatista de Morelia. Desde las entrañas de la selva, las comunidades convocaron el próximo 29 de diciembre, al segundo Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan. La reunión tiene como finalidad analizar un solo tema: “la violencia, la matazón y la desaparición pertinaz de mujeres en cualquier recoveco del país”.
Ostentamos cuantías semejantes a las de un territorio en guerra que ha colocado a un mayoritario sector de la sociedad en el blanco de la barbarie, el miedo y la devastación. En la vorágine de violencia persistente, los hombres también se matan entre sí, pero nunca por su condición de género.
Nacer mujer en este país significa correr riesgo per se. La población femenina vive insegura en las calles, en sus comunidades, en el trabajo y en su propio hogar. No hay ira contestataria o estrategia silente que pueda enfrentar aisladamente este entorno fiero e irracional.
La realidad es elocuente. En la medida en la que las mujeres se adueñan de mayores espacios sociales, políticos, familiares o laborales, es en la misma dimensión en la que resultan discriminadas, agredidas y masacradas. A mayor emancipación, más extendidos, duros y brutales los embates.
Gobiernos cómplices u omisos han mantenido la violencia contra las mujeres cimentada desde los poderes fácticos y las estructuras patriarcales y machistas alimentadas por el mismo poder.
Al cierre del primer año de gobierno, la conformación paritaria en el Ejecutivo y el Legislativo no se ha traducido, hasta ahora, en políticas públicas que representen un freno real a los ataques y agresiones contra mujeres y niñas.
El ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar, ha hecho público su compromiso de coadyuvar en un cambio equitativo que impida la persecución punitiva y defienda los derechos femeninos. Pese al discurso empático, tampoco existen hoy transformaciones manifiestas en el Poder Judicial.
En gobiernos estatales, como el de la Ciudad de México, correcciones de última hora, estrategias de seguridad e iniciativas de ley aisladas, tampoco han logrado evitar el alto número de feminicidios, ni incidir en la extendida dimensión de las agresiones sexuales, físicas, emocionales, laborales, económicas o patrimoniales que laceran a la población femenina del país.
Si como refirió la titular de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, el pasado 21 de noviembre, al presentar el Acuerdo Nacional por la Igualdad entre Mujeres y Hombres, “la cuarta transformación (4T) pone al centro de la construcción del país y del desarrollo a quienes han sufrido históricamente desventajas, desigualdades y abandonos”, estaríamos frente a un paulatino cambio de paradigma en la narrativa política y cultural del Estado mexicano.
De concretarse el camino hacia la metamorfosis, el espejo de la lucha de las mariposas Mirabal y de cientos de mujeres que hasta hoy continúan marchando y alzando la voz, se vería reflejado en la creación de espacios para mujeres, en los que el derecho a decidir sobre su cuerpo sería ley inalienable y el maltrato y feminicidio no representaría un riesgo permanente de vida.
Mientras tanto, Se gestan ya nuevas marchas feministas…